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JORGE MOCH
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Diccionario del mar,
Luis Tovar,
Universidad Veracruzana,
México, 2008.
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Luis Tovar es, entre muchas cosas, un exquisito burlón. La vena sardónica, el motivo cáustico le vienen, creo yo, de una plausible intolerancia con la estupidez que muchos le celebramos mientras no seamos cineastas mediocres, porque como crítico de cine –y de literatura, y del medio periodístico, y de la sociedad en que vive suele no dejar títere con cabeza, muy al ritmo de estos degolladores tiempos, por cierto.
Si con sus cuentos en Amor que crece torcido (UAM, 2001), Luis exprimió el alma humana para decantar una crítica silente pero harto cáustica de cómo nos relacionamos, nos enajenamos, nos obsesionamos los seres humanos cuando triangulamos amores y secreciones, en este diccionario marino suyo, el Diccionario del mar que recién venturosamente tuvo a bien editarle la Universidad Veracruzana , nos sumerge en los abisales laberintos de un ingenio que mucho tiene de provocación, porque con sus líricas definiciones de la parafernalia marina y marinera Luis va fincando (o debo decir anclando) correspondencias a veces risueñas, a veces más ácidas, hasta algunas franca y sanamente amargas, con la naturaleza de cualquiera de nosotros aunque no nos gusten las olas ni el aire salitroso y aunque no siempre sepamos nadar, literalmente en agua salada o en la procelosa resaca de ese humor suyo que más bien tira al negro endrino que colma las grandes fosas oceánicas, donde no hay alharaca posible.
El Diccionario del mar complementa, corea y enmienda similares planas ajenas, de poetas que, como Luis Poeta, se pusieron a asimilar los objetos del mundo para convertirlos en algo más, en metalenguaje juguetón y a veces dulcemente perverso que salpica de sal adormecidas conciencias. Si para Benedetti “El mar es una alianza o un sarcófago/ del infinito trae mensajes ilegibles/ y estampas ignoradas del abismo/ y transmite a veces una turbadora/ tensa y elemental melancolía”, y mientras Vicente Huidobro pondera, contemplativo, que “El mar es un tejado de botellas/ que en la memoria del marinero sueña”, Luis pragmático, cruel, dulce, alucinado, enuncia: “Mar: Dícese de todo aquello que nos aterra. // Sitio perfecto para el arribo de todo aquel que no quiere aterrizar” (frase o verso que a mí me encantó por lo que infiere de destino fatal), para sentenciar con una tercera definición que propone al mar como “Único cementerio donde vale la pena ser enterrado”.
Confieso no ser un gran lector de poesía, y que suelo circunscribir mi escasa sensibilidad poética a unos pocos autores. No pude evitar, al leer las osadas definiciones de Tovar, hacer un contrapunteo con ejercicios parecidos, divertidísimos y primorosos también, que como Luis hizo un Neruda juguetón y embelesado. Hay que precisar que Tovar es, sin duda, bastante más insolentillo y por ello más fresco; donde en la gaviota, por ejemplo, don Pablo encontró la “ Bandera de dos alas./ Serenata del vuelo./ Flecha de nieve ”, mi querido Luis se pone rijoso y desdora el pajarraco, la convierte en suerte de ave-parásito como “Rémora de barco en la que ha querido verse, con un exceso que así evidencia el yerro, una metáfora de la libertad”. Malvado. Si Neruda se bañó en jugoso éxtasis cuando definió a la ola con esa parsimonia tan suya como “ Novia fugitiva del océano..., delgada Venus verde./ Yegua pura, ciclónica y alada, con las crines ardiendo de blancura”, Luis, irredento iconoclasta nos la ofrece como un “incansable sinónimo del tiempo”, “Insistencia del mar en hacerle la misma eterna pregunta a la tierra” pero después concede extático también él (no te hagas, Luis) que una ola es la “Proa del barco efímero con el que el mar intenta llegar al cielo”. Y si Neruda contemplaba desde Isla Negra al Océano Pacífico como un “Padre verde y profundo”, Tovar no duda en refutar a golpe de remo que lo de Pacífico no es sino la “Exaltada muestra de los pésimos resultados que tiene apresurarse a nombrar las cosas sin detenerse lo suficiente a conocerlas”. Y que lo diga Acapulco ante el ciclón, a poco no.
Resulta imposible no regocijarme en mi propio, inconsecuente jacobinismo cuando leo esta otra sustantiva definición tovariana, antimística y proverbial –que es tornadiza como muchos de sus asertos en aforismo, en teorema, en precepto impepinable\ allí, en la "j" de "Jesucristo", dice Tovar: "Tuvo la astucia de hacer el milagro donde mejor quedaba: nadar en la tierra no se lo hubiera celebrado nadie." Ésas son exquisitas ganas de chingar.
Bello cuaderno de poesía definitoria, este hermoso objeto-libro es una cuña. Se mete en la vida de uno, y por medio suyo Luis Tovar, ese señor mal encarado pero más dulce que un pan, nos habla al oído, se queda cerca, se convierte en una especie de patrocinador de la serenidad ahora que el suyo es un libro de todos los días, un libro de abrir cualquier día en cualquier página a cualquier hora para descubrir y redescubrir al mar, al mundo llenecito de claroscuros, a uno mismo, también, llenecito de claroscuros. A veces, el mar sirve, según parece, para hacer un acto de metafórica contrición. O muchos. Por eso, supongo, le endereza Tovar una serie de definiciones lo mismo cínicas que rayanas en lo epifánico , ráfaga dialéctica que acusa la fragilidad del mar cuando Luis explica, lacónico, que “El espíritu del mar está hecho de espuma” y luego contradecirse sabiamente y abundar que “El mar es el guerrero más enérgico, enemigo implacable que, por no necesitarlos, jamás ha tenido aliados”, pero que además “El mar es el lobo del mar”, pero que además el mar es el único lugar donde él aceptaría ser desterrado, pero que además “El mar es Uno”, pero que además, acaso por la imposibilidad real de contenerlo, “El mar es un castigo, un hecho que da pena confesar” pero que por encima de todo, o al fondo de todo, quizá, “El mar no es, como algunas personas creen, el sitio adonde los seres capaces de sentir amor van a arrojar su lágrimas: es allí de donde las obtienen todas”, y yo garantizo que el que se meta en este diccionario, va a salir mojado.
QUIEN TENGA OÍDOS PARA VER QUE SE LAS HUELA
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
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Verdades innombrables,
Priscilla Hayner,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2008.
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Lo que nombra la verdad implica, con frecuencia, un silencio ominoso: un legajo de pruebas que a nadie reviven, evidencias fraguadas en una oficina y ejecutadas en un jardín donde la mentira florece de antemano. Lo que nombra la verdad suele ser un paliativo del dolor, cuando no una sorda burla a quienes padecieron, en carne propia o próxima, el abuso del poder. Lo que nombra la verdad desvanece lo que la letra dice, sobre todo si esa verdad es en verdad una coartada, una cínica sinestesia que decolora el hedor y asilencia la amargura para mejor impedir que la aspereza se esparza (y se venga abajo la versión oficial de los hechos): quien tenga oídos para ver que se las huela. Lo que nombra la verdad es vacilante y huidizo, cuando no chapucero y rapaz. Por eso es necesario conocer las verdades innombrables.
Priscilla Hayner ha colaborado en múltiples comisiones de investigación, delegaciones de derechos humanos, organismos oficiales y no gubernamentales expresamente dedicados a explicar, en cualquier lugar del mundo que lo demande, la naturaleza y dimensiones reales de genocidios, masacres, exterminios, abusos y demás muestras de violencia perpetradas innombrablemente, es decir, bajo la idea de que conjuran un peligro letal o una acción subversiva (que, en el fondo, lo que revela es miedo a una descompresión en la cabina del orden hegemónico), cuando en realidad favorecen la consolidación de un régimen corrupto o la celebración de unas Olimpiadas. La autora repasa las tareas de “las cinco Comisiones de la Verdad más ilustrativas” (donde ha habido abusos flagrantes contra la vida humana, cuatro de ellas en Hispanoamérica: Argentina, Chile, El Salvador, Sudáfrica y Guatemala) y aun dieciséis comisiones menos prominentes, como parte de una investigación que ha devenido, en el corto tiempo desde que apareció (2002) a la fecha (la traducción al español es de este año), autoridad natural en el asunto que la ocupa, que más allá de la descripción de las labores encaminadas a esclarecer, denunciar y poner al descubierto lo que el poder calla (o nombra de otra manera), se pregunta por la verdad y cómo enfrentarla, por la naturaleza dicotómica o complementaria de verdad y justicia, por si debemos dejar el pasado en paz o sólo cerrar sus heridas o nombrar y castigar a los culpables.
Respecto de nuestro país, el trabajo sólo menciona los casos del '68 y la represión sistematizada en el estado de Guerrero, pero es claro que hay materia para más, sobre todo a últimas fechas, cuando un Estado espantadizo y los cárteles de la droga, que no saben si tratarlo como ogro filántrópico o cíclope cegado por su propia insensatez, dirimen una batalla diaria que cuesta muchas muertes equívocas pero siempre irreparables.
Al final se trata solamente (pero nada menos) de lidiar con el pasado, dimensión que ni el Todopoderoso –lo reconocen algunas teologías– puede revocar o derruir. Como le dijo un funcionario ugandés a la Dra. Hayner , queremos recordar el genocidio (para no repetirlo), pero también convenientemente olvidarlo (para poder seguir adelante). Y ante tan histérica, razonable actitud, una Comisión de la Verdad tiene la obligación de responder asertivamente: esclareciendo y ayudando a sanar.
A veces, escribió Machado, “mentimos por falta de fantasía: también la verdad se inventa”. Real o imaginaria, la meta de un libro como éste, por ello, no es alcanzar la certidumbre de los hechos, sino su propia, innegociable incompletud: el estado de permanente búsqueda como un fin en sí mismo, si de lo que se trata es de mantenerse vivos, intransigentes, generosamente dispuestos al perdón, cuando éste no implique la renuncia oprobiosa a llamar a las cosas por su nombre.
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Los diablos de Teresa y otros relatos,
Gabriela Fonseca,
Jus,
México, 2008.
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Nuestra colega, autora de la novela Peso muerto –con la cual participó en el salón del libro de la FIL de Guadalajara el año pasado–, incursiona ahora en el relato fantástico. Historias y personajes insólitos, emanados de un juego como de espirales ascendentes entre lo real más realista y la imaginación más desbordada.
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Detrás de la memoria,
Rogelio de la Fuente Gaete,
UAM,
col. Margen literaria,
México, 2008.
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El autor, de profesión médico y de origen chileno, dedica este libro de ensayos y memoria “a los sobrevivientes a las ideologías que conservaron el afecto y la amistad sin anestesias y a las manos mexicanas que nos recibieron [a los exiliados en los años setenta] para compartir el pan y los sueños”.
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El espacio vacío,
Miguel Ángel Muñoz,
Conaculta,
México, 2008.
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Con prólogo de Hugo Gutiérrez Vega, director de este suplemento, aparece esta recopilación de artículos que, sobre artes plásticas, ha publicado Muñoz en éstas y en otras publicaciones periódicas. Entre muchos otros, textos sobre Guinovart, Cuevas, Chillida, Madoz, Canogar y Bourgeois.
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El árbol de los libres. Poetas de la Generación NN de Chile,
Fabián Muñoz,
(selección introducción y notas),
Ediciones Arlequín,
col. Canto de sátiro,
México, 2008.
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Con prólogo de Eduardo Llanos, el poeta y ensayista guanajuatense Muñoz presenta esta antología, que permite acercarse a conocer los cómos, qués y porqués de una generación literariasurgida en los duros tiempos de la dictadura pinochetista.
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Boxeo de sombra,
Rodrigo Díez Gargari,
Ficticia,
col. Biblioteca de cuento contemporáneo,
México, 2008.
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Este es el número doce de la colección aludida y, al mismo tiempo, el primer libro publicado por Díez Gargari, chilango, treintañero y abogado constitucionalista. Nueve cuentos componen el volumen, todos ellos ubicados en tiempos y lugares no necesariamente cercanos o actuales.
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