Para David Huerta, hace muchos años
Fue así que un día partimos.
Día tras día
empuñamos las armas
y juramos lealtad
con una convicción
rayana en la locura.
Era el destino del guerrero,
el sino del sobreviviente,
la redención de la miseria.
Inconmovibles, nuestros ojos
encerraban la mañana en un licor espeso
que difuminaba los objetos,
los erizaba de brillos pulverizados
hasta hacerlos referencias inútiles
de lo posible.
Entonces recordamos los años nuevos,
los días repletos de tiempo ajeno,
los minutos dilapidados
en la búsqueda de la belleza.
¡La belleza, Dios mío!
¡Nosotros, los ciegos de vida!
¡Los mudos de mundo, los náufragos futuros!
Los días se astillaban.
Esquirlas de luz herían la retina del alba
y no había felicidad
más plena
que el olor de la mañana,
tan parecido al de mi amada.
Exploramos con el tacto hasta las huellas del aire.
Al saber de las noches nómadas,
quien contemplaba se sintió amado
una vez más,
de nuevo
una vez más.
Durante las noches de la angustia
la juventud del que miraba lo arropó y lo confortó.
El alcohol lo había vuelto impreciso,
le había robado las fronteras
del mundo contenido en la ciudad,
en los ruidos de Insurgentes,
en las calles frutales,
en las cuatro paredes
pegadas a las hojas
donde la cifra
del cosmos
pasaba de la noche al día,
una y otra vez.
Su aliento, ensangrentado, era
la esquina iluminada de magnesio,
el tren absurdo que emergía de los infiernos...
Y el de los ojos niños
se fascinaba con su fragilidad de hierro,
con los torrentes de la urbe,
de la vigilia,
del sudor adivinado en los pliegues de la realidad,
sábanas prendidas a los muros
donde se prefiguraba líquido
el mundo del estruendo.
Hubo quienes un día escalaron su egoísmo y abrazaron el vacío.
Nos sumergimos en el agua del espejo.
Recordamos:
“Otoño líquido”,
leyó el guerrero en el muro de su infancia,
otoño líquido ...
Río de Janeiro, 2008 |