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Hugo Gutiérrez Vega
LOS MISTERIOS DEL MAR
Luis Tovar es hombre de tierra adentro que, cada vez que puede, se acerca al mar (Acapulco es la tierra de sus amores). Conoce el mar y lo interpreta a su manera (no olvidemos que el mar es otro lenguaje, una cosmovisión distante que se agudiza al vivir en una isla). Por esta razón su Diccionario del mar tiene un estilo tan personal y una respetuosa manera de asomarse a los abismos submarinos y de recorrer sus caminos y sus rutas a veces destrozadas por el paso poderoso del huracán.
Luis Tovar humaniza al mar y lo compara con momentos que marcan a los hombres, a las cosas y a sus vibraciones terrenales. Todo este se ve permeado por un humorismo de hombre de tierra seca que admira al mar, pero no sabe explicarlo sin las referencias a la tierra y a los seres humanos. Por eso lamenta la paulatina desaparición de las mitologías y, al mismo tiempo, pone su parte en la preservación de esa milagrería que se oculta en los misterios del mar que han derrotado a la tecnología más sofisticada o la han contagiado de su magia.
El diccionario contiene toda clase de términos marinos y es, a su manera, un bestiario fantástico para todos los que no vivimos a la orilla del mar y nos perdemos sus brisas, su siempre estar empezando, que Valéry vio desde su cementerio promontorio y su maridaje con la luna que Walcott testimonia desde las playas de su mar Egeo caribeño.
Todo lo cubre el agua, ese “mármol blando” en el que el mar ensaya sus formas y ensaya sin descanso lo que pareciera ser su forma definitiva, pero que, en sentido estricto, no lo es, pues su naturaleza es esencialmente cambiante y su conducta es siempre caprichosa, pues, bajo la apariencia tranquila de las olas, se incuba un nuevo cambio, una constante variación de formas.
Y como en el mar uno y todos está el hombre, Luis nos habla en términos marineros; en ese conjunto de palabras que contiene una tecnología plurisecular y es, también, una especie de germanía que sólo unos cuantos conocen y utilizan.
En su búsqueda de panoramas encuentra que el cielo y el mar son hermosos, apacibles o destructores. De sus contiendas es la tierra la que recibe la peor parte, y sus casas son destruidas por ese pacto entre la mar cálida y el viento que la penetra y solivianta (noten que es la primera vez que le digo la mar al estilo peninsular. La palabra penetrar me ordenó la feminización). Por otra parte, ya lo habíamos dicho, el mar tiene su propio discurso, que los peces sordos no escuchan y, por esa razón, sus vidas son tan azarosas y terminan crujiendo en el aceite de una sartén humana.
Tovar ama el mar, pues es el único sitio donde le gustaría pasar su destierro. Además, el mar lo conforta con sus enormes y constantes lágrimas. Por eso escucha cómo habla, a través de las espumas, el mar color de vino del canto homérico.
Jugando con los problemas humanos, nos dice que hay embarcaciones que ni con un ojo extra encuentran el camino. Por eso le gusta ese flotar que se da durante y al final de los orgasmos.
Hay momentos en los que la poesía se impone: “hipocampo, colibrí sin alas”, y otros en que el horror tiene las formas de la teratología, como es el caso de la serena invertida. Por otra parte, su metafísica marina lo lleva a decir que el infinito está compuesto de todas las gotas del mar puestas en fila.
Marco Antonio Campos nos asegura una hora de buena navegación con el Diccionario del mar de Luis Tovar entre las manos. Hay que sostenerlo con fuerza para evitar que el viento nos lo arranque y se lo lleve el mar.
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