Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 9 de noviembre de 2008 Num: 714

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Los mermas
ROGER VILAR

La noche es blanca
YANNIS KONDÓS

Línea 1
LEANDRO ARELLANO

Margo Glantz ensayista
RAÚL OLVERA MIJARES

Otoño Líquido
ANDRÉS ORDÓÑEZ

Karajan tras la partitura del gesto
CARLOS PINEDA

Juan de la Cabada: imagen y palabra
AMALIA RIVERA

De la Cabada guionista
RAFAEL FERNÁNDEZ

Contra la voluntad de originalidad
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ entrevista con JOSEP GUINOVART

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Foto: María Lozano

Línea 1

Leandro Arellano

Adolescentes con mochilas, amas de casa, oficinistas, obreros y burócratas de distintas procedencias se aglomeran en el andén cuando la oruga mecánica se acerca a toda velocidad, precedida de una ráfaga de aire oloroso a caucho. Los vagones vienen abarrotados. En la calle el sol ya se ha ocultado, mas en el túnel persiste el calor. Siempre es igual a esa hora, cuanto más si se incursiona en rutas que se han transitado poco. La necesidad obliga. Elías se mantiene vigilante hacia al final del andén, escudado en una señora que sostiene a dos niños de la mano. Según sus cálculos, dispondrá de tiempo para cubrir los vagones pendientes, de a dos en cada uno, es la medida. Introduce en el bolsillo la botellita de agua y arquea el cuerpo para proteger la guitarra, mientras aguarda el desalojo tumultuoso de los pasajeros que llegan a su destino. Luego escurre su cuerpo, enjuto y moreno, en medio de la señora con los niños y unos albañiles cabizbajos. Avanza de costado, abriéndose paso con el hombro, hasta alcanzar la parte delantera del vagón. Apoya la espalda en la barra que sostiene el pasamano y enjuga el sudor de las manos con un paliacate. Los primeros acordes son acallados por el zumbido del convoy que se ha puesto en marcha, pero a poco empieza a escucharse, débilmente primero en un rincón, más tarde con claridad en todo el coche:

Pasaste a mi lado con gran indiferencia,
Tus ojos ni siquiera voltearon hacia mí...

Enseguida irrumpen unas risotadas burlescas en el centro del vagón. Son tres jóvenes vestidos con ropa ajustada, botines de suela de plástico y peinado estrambótico. El grandulón gesticula berreando mientras que los otros dos lo celebran:

Te vi sin que me vieras, te hablé sin que me oyeras,
Tus ojos ni siquiera...

Elías trabaja concentrado, manteniendo la vista por encima de los pasajeros, algunos de los cuales también esconden la mirada, otros conversan con sus interlocutores en voz baja o examinan el piso en silencio; otros más contemplan su imagen reflejada en los cristales de las ventanillas o estudian abstraídos el recorrido de la ruta. Algunos se refrescan con improvisados abanicos a base de diarios y revistas.

Me duele hasta la vida, saber que me olvidaste...

Luego de haber avanzado un tramo considerable, los neumáticos rechinan de pronto y el tren empieza a frenar hasta detenerse por completo. El resplandor de la luz artificial pone al descubierto el sudor en la cara de algunos pasajeros que se remueven incómodos. Elías ajusta el estribo de la guitarra con un movimiento rapidísimo y distrae la mirada poniéndola en las cuerdas por unos instantes; al levantarla choca con los ojos oscuros de la muchacha, con aquella cara radiante que ha visto antes... Desvía la cabeza con presteza, pero la muchacha mantiene fija su mirada en él. Acoplados a su voz los muchachos berrean el estribillo:

Y sin embargo sigues unida a mi existencia,
Y si vivo cien años...

Una espina extraña le invade el cuerpo. Con la boca reseca y las facciones tensas, Elías intenta otra postura. Un anciano de sombrero y bastón, sentado a sus espaldas, con voz arrastrada, lo alienta: No haga caso joven. Usted siga.

Me duele hasta la vida saber que me olvidaste,
Pensar que ni desprecio merezco yo de ti...

Un vacío se ha ido formando alrededor de Elías, a pesar de la muchedumbre apiñada en el vagón. Los ojos oscuros de la muchacha voltean alternadamente hacia Elías y a los muchachos y viceversa. A diferencia de otros pasajeros, ella no considera en aquel momento, ni le importa, el parecido de la voz de Elías con la de Pedro Infante. Él termina de cantar, pálido, permanece con la cabeza inclinada, templando las cuerdas. Impensable recoger monedas, ni sabe si podrá continuar con la segunda. Mientras reflexiona, la voz del conductor irrumpe en el coche: en breve reanudarán la marcha. La mirada de Elías encuentra de nuevo los ojos inquietos de la muchacha... Clo, Clo, recuerda su nombre. También se acuerda que entonces llevaba una blusa blanca y el cabello recogido. A varios metros de distancia ella lo contempla sin parpadear. Elías esquiva aquella mirada que recordaba apacible. Trata de contener el temblor de piernas que lo ha invadido. Enjuga el sudor y afina de nuevo mientras que un olor amargo se ha ido esparciendo en el vagón. El chirrido de las ruedas sobre el tendido metálico se filtra al vagón apenas la máquina libera los frenos. El aire que se cuela por las ventanillas no atenúa el sopor ni ataja el rechinido de los neumáticos que, en un momento, llega a taladrar los oídos. Aclarando la garganta rasga las cuerdas repetidas veces, hasta que, moviendo su quijada dura y lampiña, empieza:

Ya no estoy más a tu lado corazón,
En el alma sólo tengo soledad...

Con el nuevo comienzo los sarcasmos de los muchachos se renuevan también. Pero inesperadamente una estentórea voz de mujer explota en el coche, exigiéndoles dejarlo trabajar en paz. Por instantes se produce un silencio embarazoso, algunos usuarios se agitan en sus asientos y los jóvenes ruidosos se desconciertan. Una vieja gesticula, suspendiendo la aplicación de colorete en la cara. La pareja que viaja junto a Clo contiene la respiración y el mismo cuerpo de Clo se sacude. Elías canta en automático, en su cabeza rebulle el encuentro con Clo, la promesa que le había dejado su conversación el día anterior, mientras ambos se dirigían al Zócalo en la Línea 2.

Cuando el tren se aproxima a la estación mermando la carrera, Elías se interrumpe con brusquedad. Antes de que el tren se detenga del todo, dirige la vista hacia Clo –quien hurga distraída en el bolso–, y luego sale apresuradamente. Una bocanada de aire fresco se cuela en el vagón al momento en que se abre la puerta. Elías se escabulle en el andén y va a ocultarse detrás de un pilar. Tiene la boca seca y lo consume el deseo de fumar; nada más acaricia la cajetilla en el bolsillo y mastica su rabia. Ya no escucha el escándalo de los muchachos, aunque de reojo entrevé sus muecas, que se desvanecen junto con el convoy naranja. Cuando comprueba que ha transcurrido tiempo suficiente y con una ojeada se cerciora de que no queda mayor gente en el andén, se echa a andar.

Respira sosegadamente mientras asciende la escalera eléctrica, alisándose el cabello encrespado. Discurre lo que ha de hacer enseguida cuando, repentinamente, lo sacuden un tirón en la manga y una voz grave. Clotilde lo encara sujetándolo por el brazo. Las pupilas de la muchacha brillan encendidas y el furor inflama su rostro. Los aretes se mecen en sus orejas precisas y un gesto altivo le descompone el dibujo armonioso de su boca: ¿No me habías dicho que tocabas con un grupo de rock, cabroncito?