Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de noviembre de 2006 Num: 611


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Cuento vivo de Andalucía
DANTE MEDINA
Parábola del bolso
CARLOS EDMUNDO DE ORY
El ordenador
FELIPE BENÍTEZ REYES
Dilemas urbanos
CRISTINA GARCÍA MORALES
Condición anfibia
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ VERA
Unas cositas verdes que saltan y hacen croa, croa, croa
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA ARGÜEZ
Poesía viva de Andalucía
Las Musarañas
JUAN BONILLA
Coleccionismo
MARCOS GUALDA
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES


Directorio
Núm. anteriores
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VERÓNICA MURGUÍA

AUSENCIA DE MODALES

Hoy, mientras cruzaba la calle con una monja, un taxista nos echó el coche encima. Quiero aclarar que tanto la monja como yo caminábamos en ese momento sobre la cresta de un tope, como unas funámbulas, y que ese tope atraviesa una calle de doble sentido por la que todos van como bólidos. La pobre monja brincó, esquivó a duras penas otro coche —éste en sentido opuesto— y titubeó antes de exclamar un indignado: "¡Señor¡" No sé si le reclamaba a Dios por haberla puesto en un trance tan alarmante, o al taxista por alevoso.

Me temo que yo no fui tan discreta y le grité al taxista lo que le deseaba para el resto del día. La monja se persignó al llegar a la banqueta y no me contestó cuando le comenté lo cerca que nos pasó el coche, tan molesta, me imagino, por mi lenguaje como por el taxi. La mirada dolida que me dirigió me dejó pensando.

No voy a aturdir al lector con las anécdotas de mi vida como caminante. Todos y cada uno de los millones de chilangos que somos, tiene una colección terrorífica en su haber. Pero me parece que esto aumenta y me alarma, porque los coches son peligrosos cuando van conducidos por maniáticos, y en ésas andamos.

Una de las cosas que se están extinguiendo, a la velocidad por la que anda ese taxista bigotón y malvado por las calles de esta ciudad, es el respeto que los automovilistas le deben al peatón. Y quiero enfatizar que no me refiero a la educación del primer mundo, a esa serie de reglas en las que el transeúnte es más importante que el coche; me refiero al escuálido y atrabancado conjunto de reglas que pasan por urbanidad en el df, a saber: respetar la cebra, no atropellar a las mamás que empujan carriolas, y caray, no pasarse el alto. Todo esto ha pasado a mejor vida, me temo que aplanado por las llantas de los peseros.

Deduzco que los meses de tráfico inaudito que hemos padecido estos años nos han vuelto locos de remate. Primero fueron las vueltas inglesas, después, los segundos pisos. Más tarde las obras del metrobús, el plantón de Reforma, las marchas varias y por último, como dicen los que saben, el aumento cotidiano del parque vehicular. Se dice fácil, pero estos renglones representan horas y horas en los coches, frustración, impotencia, peleas o discusiones con patrulleros y retrasos.

Conozco a una persona quien afirma, por ejemplo, que el día aciago en el que los personajes de Disney desfilaron por un tramo del periférico, fue uno de los más amargos de su existencia. Este pobre llegó tarde a la primera comunión de su sobrino, y se hizo polvo los riñones por aguantarse cuatro horas las ganas de hacer pipí. El coche nos transforma en seres belicosos, en el chilango estereotipado que detestan en provincia, en el grotesco y malhablado cautivo de la ciudad.

Con cada día que pasa, la gente se pelea más agriamente por menos, los hombres se vuelven más agresivos, las mujeres, ay, más histéricas.

Me da coraje cuando casi al cruzar, algún tarugo se pasa de listo y se pasa el alto, dejándonos a todos los peatones muertos de miedo, con las rodillas temblonas y el alma negra de rencor. El otro día un señor alto y canoso con aire de profeta le espetó al adolescente —que traía la música a un volumen tal que todos sentíamos el bajo como un martillo sobre el esternón— que se pasó rechinando llanta: "¡Mátate, antes de que mates a alguien más!" No sé qué pensar de semejante maldición.

Además, la banqueta, el refugio del caminante, se ha ido convirtiendo en un extraordinario mostrador, pletórico de cacas de perro, botellas de refresco llenas de pis y porquerías varias, además de que hasta allí llegan los coches. Ay del transeúnte que le pida al dueño del auto que baje el coche al arroyo. Hasta ahora, no he visto a nadie que haga caso, ni con la amenaza de llamar a la grúa.

Del estacionamiento, ni hablar. Ver un espacio libre a menos de tres cuadras de mi casa me produce el vértigo del beduino ante el oasis: ¿Será verdad? ¿Cabré? ¿O es un espejismo, una entrada y no me he percatado?

Hay que sumarle a esta inseguridad la impaciencia de quien viene detrás. Si uno logra estacionarse en dos movimientos, se llevará apenas un discreto claxonazo que significa "apúrate". Pero quien se tarde sabrá lo que es canela fina.

Yo, francamente, quisiera tomarla con algo de sentido del humor. Lo que me impide reírme es la certeza de que un coche, como escribí renglones arriba, es algo peligroso.