VERÓNICA MURGUÍA
AUSENCIA
DE MODALES
Hoy,
mientras cruzaba la calle con una monja, un taxista nos echó
el coche encima. Quiero aclarar que tanto la monja como yo caminábamos
en ese momento sobre la cresta de un tope, como unas funámbulas,
y que ese tope atraviesa una calle de doble sentido por la que todos
van como bólidos. La pobre monja brincó, esquivó
a duras penas otro coche éste en sentido opuesto
y titubeó antes de exclamar un indignado: "¡Señor¡"
No sé si le reclamaba a Dios por haberla puesto en un trance
tan alarmante, o al taxista por alevoso.
Me temo que yo no fui
tan discreta y le grité al taxista lo que le deseaba para
el resto del día. La monja se persignó al llegar a
la banqueta y no me contestó cuando le comenté lo
cerca que nos pasó el coche, tan molesta, me imagino, por
mi lenguaje como por el taxi. La mirada dolida que me dirigió
me dejó pensando.
No voy a aturdir al lector
con las anécdotas de mi vida como caminante. Todos y cada
uno de los millones de chilangos que somos, tiene una colección
terrorífica en su haber. Pero me parece que esto aumenta
y me alarma, porque los coches son peligrosos cuando van conducidos
por maniáticos, y en ésas andamos.
Una de las cosas que
se están extinguiendo, a la velocidad por la que anda ese
taxista bigotón y malvado por las calles de esta ciudad,
es el respeto que los automovilistas le deben al peatón.
Y quiero enfatizar que no me refiero a la educación del primer
mundo, a esa serie de reglas en las que el transeúnte es
más importante que el coche; me refiero al escuálido
y atrabancado conjunto de reglas que pasan por urbanidad en el df,
a saber: respetar la cebra, no atropellar a las mamás que
empujan carriolas, y caray, no pasarse el alto. Todo esto ha pasado
a mejor vida, me temo que aplanado por las llantas de los peseros.
Deduzco que los meses
de tráfico inaudito que hemos padecido estos años
nos han vuelto locos de remate. Primero fueron las vueltas inglesas,
después, los segundos pisos. Más tarde las obras del
metrobús, el plantón de Reforma, las marchas varias
y por último, como dicen los que saben, el aumento cotidiano
del parque vehicular. Se dice fácil, pero estos renglones
representan horas y horas en los coches, frustración, impotencia,
peleas o discusiones con patrulleros y retrasos.
Conozco a una persona
quien afirma, por ejemplo, que el día aciago en el que los
personajes de Disney desfilaron por un tramo del periférico,
fue uno de los más amargos de su existencia. Este pobre llegó
tarde a la primera comunión de su sobrino, y se hizo polvo
los riñones por aguantarse cuatro horas las ganas de hacer
pipí. El coche nos transforma en seres belicosos, en el chilango
estereotipado que detestan en provincia, en el grotesco y malhablado
cautivo de la ciudad.
Con cada día que
pasa, la gente se pelea más agriamente por menos, los hombres
se vuelven más agresivos, las mujeres, ay, más histéricas.
Me da coraje cuando casi
al cruzar, algún tarugo se pasa de listo y se pasa el alto,
dejándonos a todos los peatones muertos de miedo, con las
rodillas temblonas y el alma negra de rencor. El otro día
un señor alto y canoso con aire de profeta le espetó
al adolescente que traía la música a un volumen
tal que todos sentíamos el bajo como un martillo sobre el
esternón que se pasó rechinando llanta: "¡Mátate,
antes de que mates a alguien más!" No sé qué
pensar de semejante maldición.
Además, la banqueta,
el refugio del caminante, se ha ido convirtiendo en un extraordinario
mostrador, pletórico de cacas de perro, botellas de refresco
llenas de pis y porquerías varias, además de que hasta
allí llegan los coches. Ay del transeúnte que le pida
al dueño del auto que baje el coche al arroyo. Hasta ahora,
no he visto a nadie que haga caso, ni con la amenaza de llamar a
la grúa.
Del estacionamiento,
ni hablar. Ver un espacio libre a menos de tres cuadras de mi casa
me produce el vértigo del beduino ante el oasis: ¿Será
verdad? ¿Cabré? ¿O es un espejismo, una entrada
y no me he percatado?
Hay que sumarle a esta
inseguridad la impaciencia de quien viene detrás. Si uno
logra estacionarse en dos movimientos, se llevará apenas
un discreto claxonazo que significa "apúrate".
Pero quien se tarde sabrá lo que es canela fina.
Yo, francamente, quisiera
tomarla con algo de sentido del humor. Lo que me impide reírme
es la certeza de que un coche, como escribí renglones arriba,
es algo peligroso.
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