El ordenador
FELIPE BENÍTEZ REYES
Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Felipe Benítez Reyes
El ordenador
Una
vez al año, durante lo que él llamaba Nochebuena,
mi padre encendía el ordenador. Llegado el gran momento,
todos nos reuníamos alrededor de la mesa y nos preparábamos
emocionalmente aguantando la respiración con el fin
de añadir una grata dosis de angustia a nuestro entusiasmo
para presenciar ese número de magia anual y prodigioso que
mi padre llevaba a cabo con mucha ceremonia: abría el arcón
de roble con una llave historiadamente labrada y se ponía
a desliar retazos de telas hasta que aparecía el estuche.
Ponía entonces el estuche sobre la mesa, lo contemplaba durante
unos segundos que se nos hacían eternos, presionaba el cierre,
levantaba la tapa y aparecía el ordenador al que mi
padre, por alguna razón inconcreta, llamaba siempre "el
portátil". Observaba entonces el ordenador durante unos
segundos pequeñas eternidades seguidas de pequeñas
eternidades, presionaba otro resorte y levantaba la tapa,
quedando ante nosotros una pantalla ciega, tras de la cual sabíamos
que se abrirían túneles caligráficos y fabulosas
imágenes a poco que mi padre le diera al botón.
"Apagad las luces",
ordenaba mi padre con la voz ahuecada por los rigores de la pompa
que imponía la circunstancia, y todos los niños nos
apresurábamos a soplar las velas, mientras que mi madre y
mis dos tías apagaban los quinqués. Cuando la oscuridad
era completa, mi padre le daba al botón y, tras unas alegres
notas musicales, surgía en la pantalla una ristra de frases
en idioma extraño, y todos hacíamos entonces algún
tipo de exclamación menos mi padre, que nos mandaba callar
con un chist de cobra.
Cada año, mi padre
tecleaba así lo decía él nuestros
nombres, cuyas letras iban grabándose en la pantalla como
espectros diminutos y ordenados: Atel, Raichad, Eloma, Sanna...
Cada año, mi padre, una vez escritos los nombres de todos
para conjurar la enfermedad y la desdicha, le daba a una tecla y
aparecían en la pantalla los gorilas.
Los gorilas eran dos,
y se lanzaban plátanos una especie de fruta de las
regiones cálidas por encima de unas casas muy altas:
los rascacielos. Cada vez que uno de los gorilas arrojaba un plátano,
el ordenador emitía un sonido verdaderamente extraño
y pintoresco, parecido al de un pájaro al que le apretásemos
el buche mientras canta.
Los gorilas se daban
golpes de autoestima en el pecho, bestias arrogantes en sus torres,
y nosotros los imitábamos silenciosamente al amparo de la
oscuridad, pues mi padre no permitía broma alguna durante
la ceremonia.
Concluida la tradicional
función de los gorilas, mi padre le daba a la tecla adecuada
y aparecía entonces en la pantalla, como fin de fiesta, una
lombriz que iba arrastrando su babosidad informática por
un laberinto cada vez más estrecho y doloroso. Si chocaba
con los barrotes del laberinto, la lombriz lanzaba un gemido de
dolor que parecía venir de otro mundo, pues nadie gime de
ese modo en el nuestro. Como mi padre sólo practicaba el
juego de año en año, conducía torpemente a
la lombriz por el laberinto, y aquello era siempre un espectáculo
triste, un broche no de oro, sino de angustia y desgarro.
Tras el peregrinar desventurado
de la lombriz por su laberinto geométrico, mi padre nos decía
que encendiéramos las velas y quinqués. En cuanto
se hacía la claridad, mi padre volvía a apretar el
botón y la pantalla se sumía instantáneamente
en su inquietante ceguera, inerte en su hondo eclipse todo el año.
Aquella ceremonia nunca
duraba más de tres o cuatro minutos, porque, según
mi padre, el ordenador tenía señalada la hora de su
muerte: también era mortal y esclavo de los relojes. "¿Veis
ese número?", nos preguntaba, señalando una ventanilla
líquida que había sobre las teclas. "Pues es
el que indica el tiempo de vida que le queda." Y el tiempo
de vida que le quedaba al ordenador eran, no sé, cuarenta
y tres minutos, y al año siguiente eran treinta y nueve o
cuarenta, y al otro eran ya treinta y seis o treinta y siete. Y
nosotros no entendíamos nada. Y mi padre se enredaba en una
lección sobre las fuentes de energía, y hablaba de
algo llamado electricidad, y acababa siempre otra tradición
anual poniéndose meditabundo, recordando sin duda el
pasado.
Con parsimonia, mi padre
metía el ordenador en su estuche, reliaba el estuche con
retazos de telas, depositaba cuidadosamente aquella especie de momia
sagrada en el arcón y echaba la llave, dejando en su letargo
anual aquel pequeño mundo de letras prodigiosas y de altaneros
gorilas, y evitándole nuevos sufrimientos a la lombriz.
Después de la
cena, también era tradición que nos visitara Saúl,
que hacía representaciones de títeres a domicilio.
Cuando oíamos las ruedas de su carro sobre la nieve y los
relinchos galantes de su caballo Tod al ver a nuestra vieja
yegua Martingala, salíamos corriendo al porche.
Saúl era capaz
de imitar voces distintas: la de la princesa, la del ogro, la del
rey y la del pirata. Su garganta era, por sí misma, un pequeño
teatro embrujado. A veces, incluso, se echaba a cantar, a medias
entre el solfeo y la pura tormenta, pues ponía la voz muy
ronca y vigorosa de graves, que hasta parecía que el mundo
temblaba igual que el humo.
Los muñecos de
Saúl siempre cruzando espadas, siempre galanteando
a la princesa rubia y gótica, siempre el pirata tuerto armando
gresca tenían la misma perversidad alegre que los locos
que vivían refugiados en el bosque y que se pasaban la vida
bailando, destilando licores y engendrando niños ciegos,
sin brazos o sin piernas o niños con tres ojos, tres brazos
o tres piernas.
Aquellos títeres
chiflados de Saúl nos divertían mucho aunque
mi padre, sentado delante de la chimenea, pareciera la representación
misma de la melancolía, pero aún nos divertía
más que Saúl nos contase historias del pasado, porque
él había sido una cosa llamada piloto, en otro tiempo,
cuando los hombres, por lo visto, aprendieron a volar y comenzaron
a padecer la angustia de sentirse demasiado grandes en un planeta
demasiado pequeño.
Después de cada
ceremonia, al ordenador le quedaban menos minutos de vida almacenados
en su batería una especie de alma que mi padre
procuraba dosificar con prudencia para poder escribir durante muchas
Nochebuenas nuestros nombres y para que siguiéramos maravillándonos
con los gorilas peleones y con la lombriz errabunda.
Cuarenta y tres minutos.
Treinta y nueve o cuarenta minutos. Treinta y seis o treinta y siete.
Mi padre murió
antes que el ordenador, que aún disponía de once minutos
de vida. Como ninguno de nosotros sabía manejarlo, el ordenador
se convirtió de ese modo en eterno, sostenido por su frágil
eternidad de once minutos ingastables.
Saúl, viejo y
desmemoriado, ajeno al tiempo, seguía llegando a casa en
Nochebuena para montar su teatrillo de títeres, y nosotros,
por no darle a entender que el tiempo había pasado para todos,
nos resignábamos a retroceder hasta nuestra infancia durante
la representación la princesa marchita, el rey demente,
el rugido cascado del ogro, la chulería patética del
pirata, todos ellos animados por el pulso artístico de unas
manos temblorosas.
Terminada la representación,
Saúl, fiel a nuestra perdida curiosidad infantil, nos contaba
cosas del pasado, del tiempo en que los hombres habían llegado
a volar, y mis hermanos se reían por lo bajo de aquellas
fantasías y leyendas que titubeaban en la boca de Saúl
como titubean los topos al salir de la madriguera. Yo, en cambio,
me ponía triste, siguiendo la tradición navideña
de mi padre, y me sentía perdido entre dos mundos: el pasado
y el presente, con el corazón desequilibrado de recordar
tantas cosas y de no poder recordar tantas otras. Chocando con los
muros del tiempo. Gimiendo de dolor. Como la lombriz en su laberinto
Felipe Benítez
Reyes nació en Rota, Cádiz, en 1960. Es autor de una
obra versátil que abarca la poesía, la novela, el
relato, el ensayo y el artículo de opinión. Ha obtenido
la Medalla de Andalucía a su carrera literaria, el Premio
Luis Cernuda, el Premio Nacional de la Crítica y el Premio
Nacional de Literatura.
|