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NOÉ MORALES MUÑOZ
ZERO
DEGREES
En
el intento de establecer una noción de identidad, se decreta
de igual forma la relación con el otro: como un principio
básico de la existencia, somos en tanto que reconocemos lo
que nos empata o nos distingue respecto a la otredad, al fantasma
que, manifestado a partir del lenguaje, del sentido y del deseo,
nos demuestra, con su solo despliegue, un hueco, una suerte de vacío
que acometeremos en pos de delinear nuestra singularidad. El Otro,
entonces, nos ofrece ante todo inquietud, una inquietud incorpórea
que problematiza lo que entendemos por esencia y repercute en nuestra
manera de abordar la existencia y la realidad.
De
todo ello parece querer hablarnos Zero Degrees, la puesta
en escena que la compañía británica Akram Khan,
liderada por el bailarín homónimo, presentó
en la edición más reciente del Festival Cervantino.
De la densa textura del exilio, de la problemática múltiple
de la incomunicación, de nuestra incapacidad para reconocer
en el tránsito, más que en el arribo mismo, una fuente
de evolución. Choque de culturas, reconocimiento del otro,
movimiento perpetuo; todo confluye en una apuesta que ha nacido
con una patente aglutinante (pues en ella coinciden las gramáticas
de la danza, el teatro, la música y la escultura) y con la
certeza de saberse parte de una indagación que, pese a su
complejidad, objetiva claramente su núcleo y su propósito.
Zero Degrees ha
nacido de la inquietud de sus gestores (el propio Khan y Sidi Larbi,
también bailarín) por poner al día la relación
con sus orígenes: afincados y educados en Europa occidental
(el primero en Gran Bretaña, el segundo en Bélgica),
ambos comparten raíces excéntricas: mientras Khan
proviene de una familia bengalí, Larbi es de ascendencia
marroquí. El punto de cohesión partió de lo
anecdótico: lo acontecido a Khan en un viaje por Bangladesh,
cuando un pasajero murió a bordo de un tren ante la indiferencia
de los demás pasajeros, incluido el propio artista.
Lo que se desprende de
estos presupuestos es un montaje anclado en la austeridad y en la
capacidad de los intérpretes para recrear, con sensibilidad
y rigor, una batalla fundamental: la de sus cuerpos contra los cuerpos
de Lo Otro, contra el fantasma que pone en evidencia, en su materialidad
nebulosa, el propio vacío, por efecto de una relación
crítica y oscilante en la que el sentido se manifiesta, en
la zona que separa y une a los contendientes, como el movimiento
puro, entendido el movimiento como la expresión de una "materialidad
incórporea" si nos valemos de la filosofía
del fantasma acuñada por Deleuze. Reconociendo los límites
de sus propios cuerpos a través del examen de la otredad
(manifestado en la relación, física y simbólica,
que establecen con sus respectivos maniquíes, diseñados
por el escultor Anthony Gormley), es que Khan y Larbi revisarán
su esencia en tanto que personas y creadores, y podrán enfilar,
si tal cosa fuera en realidad posible, hacia el resanado de los
vacíos de sentido y significado que una pérdida anterior
(la mezcla de parálisis, impotencia y culpa de quien no puede
hacer nada por un moribundo) les ocasionara. Khan y Larbi, de hecho,
interpretan un mismo papel: el del doble que amplifica la percepción,
pero que también potencia el dolor y la vacuidad, la insignificancia
de saberse atrapado en la repetición absurda y perpetua.
La batalla se desarrolla,
ya se ha dicho, en la desnudez del espacio en blanco, y deja constancia
de la habilidad y la precisión de los dos actores-bailarines.
Con un lenguaje fresco, que incorpora elementos del kathakali y
de la danza contemporánea, Khan y Larbi oscilan entre el
fuego y la delicadeza, entre la ligereza y la gravedad, sentando,
con su juego de yuxtaposiciones, una poética de movimiento
sutil y conmovedora, en la que la diferencia de registros (fuerte
pero dúctil el inglés, frágil pero flexible
hasta la contorsión el belga) no divorcia sino subraya la
importancia de la diferencia en el discurso del montaje. Contrapuesto
con escenas teatrales que narran la fábula con fluidez y
humor negro, y signada con la música de Nitin Sawhney,
Zero Degrees desemboca en la conquista de la emoción,
en la escenificación notable de una obsesión: la de
poner en crisis el pasado, el cuerpo y el origen.
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