Cristina García Morales
Dilemas urbanos
Ciudad
vive en un Fernando pequeño, apenas cuatrocientos mil habitantes.
Se mudó allí
hará unos tres años. Una amiga suya se lo recomendó:
"Mira, para cambiar radicalmente de aires, lo mejor es un Fernando
del centro del país", le dijo.
Ciudad, tras mucho meditarlo,
se mudó a un piso en las afueras de Javier, un Fernando donde
no la conocía nadie.
Javier le entusiasmó.
Tiene las aceras amplias y limpias, los parques tapizados de un
césped brillantísimo y una oficina de correos modesta
pero extremadamente eficiente, con sólo dos funcionarios,
pero ágiles y competentes como si fueran dos docenas y como
si no fueran funcionarios.
Hay algo en Javier que
a Ciudad le gusta especialmente: la plaza de la catedral, porque
es toda de mármol y las ruedas de los carricoches se deslizan
por ella como pasando un lápiz por un folio en línea
recta, sin el estruendo que permiten los adoquines o las losetas
en relieve. Es un lugar tranquilo en el que Ciudad pasa más
de una hora diaria cuando sale del trabajo, sentada en una terracita
de sillas de mimbre, bebiendo vino y mirando hacia arriba, aprendiéndose
de memoria los santos.
Para ir de compras, Javier
es ideal. Ciudad puede tirarse una semana entera pegada en los escaparates
y encerrada en los probadores sin el más mínimo agobio.
Nunca hay cola para pagar ni problema a la hora de encontrar las
tallas o descambiar alguna prenda, las dependientas son solícitas
y no mascan chicle, y los dependientes bien peinados y comprensivos.
Ciudad no ha conocido
noches como las de Javier. Como Javier no es demasiado grande ni
está demasiado industrializado, ninguna luz artificial hace
competencia a las estrellas. Ciudad se asoma a la ventana con un
vaso de zumo fresco en verano y un vaso de leche caliente en invierno
y las mira buscando héroes griegos. Pero le da igual si no
los encuentra porque, tras un buen rato de contemplación,
Ciudad cae rendida en la cama sintiendo paz en todos los poros y
duerme casi sin variar la postura. Javier no tiene nada que ver
con su anterior Fernando, que seguro sigue con las aceras igual
de sucias y estrechas, las plazas igual de bulliciosas, las dependientas
igual de desganadas y las noches igual de aburridas, llenas de ruido
de motos, coches, discotecas y borrachos que no dejan pegar ojo.
Con todo, Ciudad a veces
echa de menos su Fernando de siempre. Si va cualquier fin de semana
a visitar a sus amigos le entra un temblorcillo en el alma nada
más verlo, y aunque trata de pasar de largo por algunas calles
y algunos edificios, ir cabizbaja viendo su reflejo en los charcos
o hablar sin parar con quien sea, siempre acaba con los ojos clavados
en las fuentes, los muros, las esquinas y los arbolillos tísicos
plantados en las medianas, y siente cómo una avalancha de
recuerdos la sepulta bajo el asfalto.
En el viaje de regreso
a Javier, Ciudad no deja de darle vueltas al asunto: por un lado,
el Fernando que la vio crecer y, por otro, Javier, que es lo que
siempre soñó.
Algunas veces piensa
que, para aclarar un poco las ideas, no le vendría mal trasladarse
por un tiempo a Josefina, a Irene, a Sonia o a Raquel. Seguro que
en cualquiera de ellas no tendría los dilemas urbanos que
tiene ahora.
Cristina García
Morales nació en Granada, en 1986. Es una de las voces más
jóvenes y más originales de la literatura andaluza
contemporánea. Ha ganado diversos premios por sus relatos,
y en la actualidad estudia en la Universidad de Granada.
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