Coleccionismo
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Marcos Gualda
Coleccionismo
Acurrucada
en su sillón, Marita Carbone es una pasa. El timbre de la
puerta suena al compás de su primer cabezazo al vacío.
"Ya va." Encuentra las pantuflas sin mirar, palpando el
suelo con los pies varias veces antes de alcanzar las vainas. Con
caligrafía cansina se dirige a la puerta. "Ya voy."
Abre con letra temblorosa. "Buenas tardes, señora."
Son dos, como siempre. Con camisa blanca y corbata. "Estos
chicos son demasiado jóvenes para usar corbata." Pelo
rubio y corto. Mejillas de alba. Altos. Algún grano. Extranjeros,
la norma. El nombre en sus placas negras lo confirman. "Ah,
sí... pasen, pasen." "¿La hemos despertado?."
"Casi, casi, pero no tiene importancia."
Lo primero en el piso
es el comedor. Lo primero en el comedor es el mural. Mark se acerca
con interés. "¿Le gusta?" "Sí.
Son...?" "Grapas. De todos los tamaños. De todos
los colores." "¿Lo hizo usted?" "Sí.
Con la jubilación me sobra mucho tiempo. Antes las coleccionaba.
Sigo coleccionando cosas, pero con las grapas quise acabar. Pensé
ordenarlas y dedicarle el tiempo al logopeda poltorriqueño,
que asegura que a mi edad es más fácil curar el frenillo.
Y qué mejor forma de hacerlo que creativamente. Ante ustedes
el resultado: un castillo medieval, con su puente levadizo y sus
cocodrilos." "Ingenioso." "Laborioso."
"¿Cuántas hay?" "Dos mil doscientas treinta
y seis." Patrick desmaya el maletín en el sillón.
"¿Y qué más cosas colecciona?" "Todo
lo absurdo. Síganme." Marita abre una estela. Hasta
el cuarto de baño. "Aquí yace mi panteón
de trifásicos. Albos como lápidas." De las paredes
y el techo penden sujetos por cadenillas de oro. "Noventa y
dos." Mark y Patrick se miran. "Ahora vayamos a la cocina."
Marita aparta al gato suavemente, con el pie. "Anda, Minino,
deja pasar a los señores." Minino es negro, y pasa por
debajo de la escalera que son las piernas zambas de Patrick. Marita
se detiene. Con el brazo derecho dibuja la cuarta parte de una circunferencia.
"La cocina. Tickets de supermercados. Mejor dicho, fragmentos
de ellos. No me interesan enteros, sólo la parte final, donde
los establecimientos te agradecen la compra. Conservo felicitaciones
de supermercados de Moldavia, Tucumán, Venecia, Triana, Katmandú,
e incluso de Cacúa, donde mi hija pasó su luna de
miel." El techo, las paredes y hasta el frigorífico
están empapelados con recibos de caja, claramente mutilados
y ordenados escrupulosamente, sin pisarse unos a otros. "Ochocientos
veinticuatro." Mark y Patrick vuelven a mirarse, y se intercambian
una sonrisa deshilvanada. Quisieran acabar con esto y comenzar cuanto
antes, pero saben que actuar bruscamente podría resultar
muy contraproducente para sus objetivos. Paciencia. "Los veo
sorprendidos, pero al mismo tiempo encantados y curiosos. Es normal.
A todos les ocurre en su primera visita. Pero aún no han
visto nada. Acompáñenme. Van a tener el honor de conocer
el auténtico santuario de Marita Carbone: mi dormitorio."
Marita los conduce a la parte más luminosa del piso. La desnudez
del pasillo que atraviesan contrasta cruelmente con los artificios
de las habitaciones que han visitado. "Y al fin, el dormitorio."
Mark y Patrick entran tímidamente. Los pies clavados. La
mirada vagabunda y nómada. "Aquí mis colecciones
más preciadas. Mi repertorio de pinzas rotas, serpentinas
pisadas, bonobuses finiquitados, cheques sin fondo, pilas usadas,
chapas viejas, teclas de vetustas máquinas de escribir, rosarios
decolorados, matrículas de sidecares, barajas de cartas,
virutas de lápiz..., como ven, todo perfectamente ordenado
en sus respectivos cuadros. En los cajones de la cómoda,
el ropero y la mesita de noche, guardo otras colecciones, pero les
reservo para otro día; de este modo les obligo a volver pronto."
Mark y Patrick contemplan aquella descomunal sacristía consagrada
al absurdo. No aciertan a decidir si se trata de la aberración
de una vieja demente o de la genialidad de una anciana iluminada,
la más inmensa exposición de la mundanidad que se
pueda imaginar. Patrick siente un desierto en la boca. "¿Y
cuántos objetos suman en total todas estas colecciones de
su dormitorio?" "Ocho mil ochocientos ochenta y ocho."
Mark y Patrick, en trance,
salen de la habitación. Siguen a Marita, que se dirige de
nuevo al comedor. "Ya veo por sus caras que les ha gustado.
Y yo que me alegro. Pero ahora vayamos a lo suyo. Siéntense."
Mark abre su maletín y saca un libro voluminoso, de pastas
duras. "Antes de empezar, ¿les apetece tomar algo?"
Mark pide un descafeinado. Patrick refresco de limón. "De
limón no tengo. De cola." "Es igual." "¿Y
de comer?" No quieren nada. "Pues yo me voy a traer unas
pastitas para mí, con su permiso. Y mientras me esperan abre
el cajón de la cómoda y saca un álbum de fotos,
y para que no se aburran, aquí tienen: mi colección
de códigos de barras de medicamentos." Marita da el
primer paso en dirección a la cocina, pero entonces parece
recordar algo y se gira, señalando el álbum. "Mil
trescientos catorce." Mark y Patrick permanecen en el comedor,
hojeando códigos de analgésicos, antiinflamatorios,
antibióticos y ansiolíticos, mientras Marita Carbone
se pierde en la cocina. Marita abre la puerta del armario empotrado.
La colección de fusiles. Coge uno con silenciador. También
el tarro de cristal medio lleno que hay al lado. Se desenvaina los
pies. Con el fusil en una mano y el tarro en la otra, vuelve al
comedor. Mark y Patrick no la oyen llegar. Se agacha en cuclillas,
y antes de soltar el tarro lo golpea secamente contra el suelo.
Ruido. Mark y Patrick se dislocan el cuello. Marita con las dos
manos el fusil. Dispara. Sien y pecho. Marita se agacha de nuevo.
Recoge el tarro. Suelta el fusil, inane. Se acerca a los cadáveres,
con dos nuevos objetivos claros. Cuidadosamente, con temor a mancharse,
despoja a Mark y a Patrick de sus placas negras de identificación.
Quita la tapadera al tarro. Deja caer en su interior las placas.
"Doce."
Marcos Gualda
nació en Huelva, en 1971. Es poeta y narrador, y ha recibido
diversos premios y menciones por sus relatos. Realiza programas
culturales de radio, imparte talleres de creación literaria
y colabora en la prensa de su país. En sus relatos critica
la realidad con una ironía disparatada que la endulza.
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