Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de noviembre de 2006 Num: 611


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Cuento vivo de Andalucía
DANTE MEDINA
Parábola del bolso
CARLOS EDMUNDO DE ORY
El ordenador
FELIPE BENÍTEZ REYES
Dilemas urbanos
CRISTINA GARCÍA MORALES
Condición anfibia
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ VERA
Unas cositas verdes que saltan y hacen croa, croa, croa
MIGUEL ÁNGEL GARCÍA ARGÜEZ
Poesía viva de Andalucía
Las Musarañas
JUAN BONILLA
Coleccionismo
MARCOS GUALDA
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ

Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES


Directorio
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ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
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DEMOLICIONES

Desde la época de Beethoven, existió un lugar famoso en Viena, una casa de dos pisos llamada Zum roten Igel, que también frecuentaron Schubert y Brahms para comer y beber (existe la silueta de un Johannes regordete y barbado, con sombrero, puro en la boca y las manos en la espalda, en cuyo camino se halla un pequeño puercoespín escarlata, indicación del lugar al que el compositor se dirigía). En 1822, la Gesellschaft der Musikfreunde (Sociedad de Amigos de la Música) rentó la casa El Puercoespín Rojo, que fue sede de la Musikverein hasta 1870, cuando se mudó de sitio. El miércoles 18 de marzo de 1885 fue demolida. Así, no obstante las referencias en crónicas y biografías de vieneses célebres, los amigos de visitar lugares donde aún pudieran vivir las sombras de quienes anduvieron por ahí, ya no pueden citarse con la amistad de los autores mencionados, ni con las de otros artistas: su demolición simbolizó muchas por venir.

Habrá quien diga que son cosas de la vida: construcciones y derrumbes son inevitables, todo tiene un ciclo de nacimiento, esplendor y muerte; pero no deja de ser asombroso que, en México, dicho ciclo se cumpla con rituales inferiores a los períodos nahuas de cincuenta y dos años, pues prevalece un ímpetu "renovador" por el que parece necesario recubrir con otra apariencia la sustancia de las cosas de antes, como en las viejas pirámides mesoamericanas: donde hubo una casa porfiriana, debe edificarse un condominio; donde existe el tiro de la vieja fábrica Tolteca, aumentar un abominable adorno color cobrizo que la recubra; donde hubo un río, entubar y sepultar con asfalto; donde hubo un refectorio desde los años cincuenta, fundar un changarro principiante, cuya oferta sea monótonamente igual a la de todos los de comida inspirados bajo el supuesto de que "la comida nouvelle es más prodigiosa y superior a la cosa retro que antes se ofrecía".

¿Alguien compraría el Minetta’s, en la Pequeña Italia, en Nueva York, lugar que conserva una atmósfera italiana, el mobiliario de los años cuarenta y el prestigio de ser visitado por actores como Kim Basinger, para convertirlo en una pizzería con joven chef adicto a las especias, bajo un diseño semejante al de una cantina de Nuevo México, con tal de remozar su aspecto, menú y personal? Parroquianos y neoyorquinos dejarían de concurrir a un lugar así, pero en México, lugar donde puede venderse cualquier bien nacional, recintos como los comentados son bisutería que a nadie interesa, salvo a los fieles comensales de los mismos, resignados a mirar empobrecerse la relación costo-beneficio de la carta, al preferible comer en casa que arriesgarse a las "insólitas novedades" de los nuevos dueños de viejos espacios salvíficos, a tachar de sus listas los veteranos y singulares santuarios del disfrute (hoy diezmados por la incultura general y la falta de talento gastronómico, que todo igualan con la pérdida de los sabores).

¿Los restaurantes pertenecen a sus dueños o a los parroquianos? Finalmente, estos últimos son quienes dan el espaldarazo a la felicidad propiciada por los anfitriones, complementando la idea de un bien común. Sin ese binomio, no podría entenderse la mutua fidelidad de clientes y propietarios, pero hablo de cualquier lugar con tradición, ya no del antiguo Refectorio de la Capilla (pequeño comedor fundado por Salvador Novo para ofrecer al público del teatrino, en la calle de Madrid, en Coyoacán, un lugar recoleto para la cena), hoy convertido en el espeluznante Novo’s. Desde el nombre hasta la extraña —renovada— decoración, pasando por la ausencia del viejo cocinero y los antiguos meseros (capitaneados por Lunita), todo ahí se ha vuelto claro indicio de un reciente lugar prescindible, donde se come igual que en todos los lugares con ínfulas "novedosas": el actual "concepto" ha disminuido las porciones y aumentado los precios (el anterior y robusto filete a la pimienta, con guarnición de papas a la francesa, es ahora un par de melancólicos medalloncitos y un poco de lechuga), la carta ya no es interesante, como sí lo era la brevísima de antes, ni es temerariamente mexicana, como la de Los Danzantes, en el centro de Coyoacán (a la que quiere asemejarse). Ni chicha ni limonada, más caro y poco espíritu.

La última vez que pude ir a comer al viejo Refectorio, el último sábado de abril de este año, una comensal dijo: "aquí es como una casa donde todos somos vecinos de charla y comida, un lugar que invita a no irse". Ese lugar, antes predilecto, hoy no sólo invita a no quedarse, sino solicita no visitarlo más.