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DEMOLICIONES
Desde
la época de Beethoven, existió un lugar famoso en
Viena, una casa de dos pisos llamada Zum roten Igel, que
también frecuentaron Schubert y Brahms para comer y beber
(existe la silueta de un Johannes regordete y barbado, con sombrero,
puro en la boca y las manos en la espalda, en cuyo camino se halla
un pequeño puercoespín escarlata, indicación
del lugar al que el compositor se dirigía). En 1822, la Gesellschaft
der Musikfreunde (Sociedad de Amigos de la Música) rentó
la casa El Puercoespín Rojo, que fue sede de la Musikverein
hasta 1870, cuando se mudó de sitio. El miércoles
18 de marzo de 1885 fue demolida. Así, no obstante las referencias
en crónicas y biografías de vieneses célebres,
los amigos de visitar lugares donde aún pudieran vivir las
sombras de quienes anduvieron por ahí, ya no pueden citarse
con la amistad de los autores mencionados, ni con las de otros artistas:
su demolición simbolizó muchas por venir.
Habrá quien diga
que son cosas de la vida: construcciones y derrumbes son inevitables,
todo tiene un ciclo de nacimiento, esplendor y muerte; pero no deja
de ser asombroso que, en México, dicho ciclo se cumpla con
rituales inferiores a los períodos nahuas de cincuenta y
dos años, pues prevalece un ímpetu "renovador"
por el que parece necesario recubrir con otra apariencia la sustancia
de las cosas de antes, como en las viejas pirámides mesoamericanas:
donde hubo una casa porfiriana, debe edificarse un condominio; donde
existe el tiro de la vieja fábrica Tolteca, aumentar un abominable
adorno color cobrizo que la recubra; donde hubo un río, entubar
y sepultar con asfalto; donde hubo un refectorio desde los años
cincuenta, fundar un changarro principiante, cuya oferta sea monótonamente
igual a la de todos los de comida inspirados bajo el supuesto de
que "la comida nouvelle es más prodigiosa y superior
a la cosa retro que antes se ofrecía".
¿Alguien compraría
el Minettas, en la Pequeña Italia, en Nueva York, lugar
que conserva una atmósfera italiana, el mobiliario de los
años cuarenta y el prestigio de ser visitado por actores
como Kim Basinger, para convertirlo en una pizzería con joven
chef adicto a las especias, bajo un diseño semejante al de
una cantina de Nuevo México, con tal de remozar su aspecto,
menú y personal? Parroquianos y neoyorquinos dejarían
de concurrir a un lugar así, pero en México, lugar
donde puede venderse cualquier bien nacional, recintos como los
comentados son bisutería que a nadie interesa, salvo a los
fieles comensales de los mismos, resignados a mirar empobrecerse
la relación costo-beneficio de la carta, al preferible comer
en casa que arriesgarse a las "insólitas novedades"
de los nuevos dueños de viejos espacios salvíficos,
a tachar de sus listas los veteranos y singulares santuarios del
disfrute (hoy diezmados por la incultura general y la falta de talento
gastronómico, que todo igualan con la pérdida de los
sabores).
¿Los restaurantes
pertenecen a sus dueños o a los parroquianos? Finalmente,
estos últimos son quienes dan el espaldarazo a la felicidad
propiciada por los anfitriones, complementando la idea de un bien
común. Sin ese binomio, no podría entenderse la mutua
fidelidad de clientes y propietarios, pero hablo de cualquier lugar
con tradición, ya no del antiguo Refectorio de la Capilla
(pequeño comedor fundado por Salvador Novo para ofrecer al
público del teatrino, en la calle de Madrid, en Coyoacán,
un lugar recoleto para la cena), hoy convertido en el espeluznante
Novos. Desde el nombre hasta la extraña renovada
decoración, pasando por la ausencia del viejo cocinero y
los antiguos meseros (capitaneados por Lunita), todo ahí
se ha vuelto claro indicio de un reciente lugar prescindible, donde
se come igual que en todos los lugares con ínfulas "novedosas":
el actual "concepto" ha disminuido las porciones y aumentado
los precios (el anterior y robusto filete a la pimienta, con guarnición
de papas a la francesa, es ahora un par de melancólicos medalloncitos
y un poco de lechuga), la carta ya no es interesante, como sí
lo era la brevísima de antes, ni es temerariamente mexicana,
como la de Los Danzantes, en el centro de Coyoacán (a la
que quiere asemejarse). Ni chicha ni limonada, más caro y
poco espíritu.
La última vez
que pude ir a comer al viejo Refectorio, el último sábado
de abril de este año, una comensal dijo: "aquí
es como una casa donde todos somos vecinos de charla y comida, un
lugar que invita a no irse". Ese lugar, antes predilecto, hoy
no sólo invita a no quedarse, sino solicita no visitarlo
más.
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