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Verónica Murguía
Versiones de Merlín
Mi personaje favorito de toda la literatura es Merlín. He amado sus avatares desde su primera aparición literaria en el libro Vida de Merlín, de Geoffrey de Monmouth, donde enloquece a causa de la guerra, hasta su más reciente encarnación, a medias oculto tras el nombre de Albus Dumbledore, el gentil y valiente protector de Harry Potter. También es Gandalf, Nemmerle el Archimago, y, ni modo, Obi Wan Kenobi.
Merlín es uno de los protagonistas de La muerte de Arturo, esa recopilación de leyendas medievales escrita por un caballero complicado, asesino y poeta, sir Thomas Malory. En La muerte de Arturo, como en toda obra mayor, está el mundo: el amor, la muerte, la guerra, la amistad y la traición.
Don Quijote habló con él en la cueva de Montesinos. John Steinbeck dice que “era sabio y sutil […] capaz de esos trastornos de lo ordinario y lo evidente que reciben el nombre de magia”.
El Merlín de Monmouth, después de participar en una batalla horrible, sordo a las súplicas de su esposa Güendolena y de su hermana Ganieda, se interna en la espesura montado en un ciervo para vivir entre los animales. Allí protegerá a las bestias y será feliz lejos de los hombres, a quienes detesta. En un esfuerzo por ser justo, aconseja a su esposa que tome un marido nuevo.
Un día, cuando cabalgaba cerca del castillo, le arrancó uno de los cuernos a su ciervo y lo lanzó contra un hombre que, acodado en una ventana, se reía de él. El hombre murió. Era el nuevo esposo de Güendolena, y me temo que tenía razón al reírse. Merlín era una visión: sucio, con el pelo erizado y montado en un ciervo. A veces, su demencia era tan violenta como aquello de lo que huía.
Éste es un Merlín más guerrero que mago, que había visto “muchos reinados”. Más tarde, en el Merlín, de Robert de Boron, ya es un mago y tutor de Arturo. Es hijo del diablo Enquibedes y una doncella santurrona. Enquibedes se metió en la cama de la mamá de Merlín, cuando ésta, vencida por el cansancio, se duerme sin persignarse. Entonces Enquibedes, que la espiaba, “se acostó con ella carnalmente mientras estaba dormida, y concibió”.
Cuando el embarazo se notó, llevaron a la mujer ante el juez. Éste la hizo encerrar en una torre. El plan era mandarla a la hoguera después del parto, pero Merlín, quien nació peludo y hablando un latín exquisito, defendió a la inculpada. Acusó a la madre del juez de adulterio, y la señora quedó tan pasmada al ser descubierta por un bebé barbudo y hablantín, que aceptó su pecado. Merlín y su mamá fueron liberados. El juez y la suya tuvieron, yo creo, un pleito feísimo.
El escritor gallego Álvaro Cunqueiro, autor del delicioso Merlín y compañía, era más devoto de Merlín que yo. En el índice onomástico del libro, cuando llega al nombre de nuestro mago podemos leer: “Merlín: Mi amo y señor. Y no digo de él ‘descanse en paz', porque nadie ha dicho que está muerto”.
Y es que según versiones, Merlín vive en una casa construida mágicamente en medio del bosque. La casa se llama Esplumeor y allí el mago dicta a su secretario Blaise el futuro del mundo.
En Esplumeor, en el bosque del Val, lo encontró el novelista Michel Rio. En el libro de Rio, Merlín es el nieto del rey de los demetae. El rey es el diablo violador, padre y abuelo al mismo tiempo. Los sajones matan a la madre, al padre y al tutor. Merlín se hace aliado de Uther para vengarlos. Esta recreación del mito es la que leo con menos frecuencia. En ella Merlín es amargo. Hace veinte años tuve un Merlín. Era un gato gris, de ojos verdes. Tenía pechera, guantes blancos y pelo largo. Combinaba garras afiladísimas con un maullido agudo y un ronroneo estruendoso.
Desde pequeño demostró su valor. Escapaba de la caja de galletas donde nació antes de tener los ojos bien abiertos. Sereno, trepaba por las cortinas y miraba el mundo desde lo alto. Obedecía con una lealtad precisa, sin los aspavientos de los perros. Le aprendí mucho. Era un Merlín con derecho a ese nombre.
En las noches, sus apariciones súbitas, la mirada fosforescente y la forma en la que parecía disolverse en la oscuridad, me hacían creer en una suerte de magia doméstica, simple e indispensable.
Mi Merlín, como el de Steinbeck, “daba contento al corazón”. Lo extraño tanto que a veces le invento un paraíso gatuno. Una Esplumeor donde abundan los platos de sardinas y cojines mullidos para la siesta. Y donde yo, su leal escribana, le tomaría el dictado.
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