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En mi infancia, nuestra vecina Madame Athena, griega de Estambul, se estiraba las envejecidas mejillas hasta detrás de las orejas y se las sujetaba allí con cinta adhesiva. Yo tenía que ayudarla. Madame Athena iba conmigo al puerto, con la cinta adhesiva tras las orejas. Yo tenía ocho años. Con sus mejillas estiradas hacia atrás, parecía joven, y por eso yo andaba deprisa. Ella quería andar también tan deprisa como yo, pero a veces tropezaba en la calle. Me decía con frecuencia que ella no era ni asiática ni europea, sino bizantina, y la acompañaba a la iglesia de Aguía Sofía. A mí me encantaba Aguía Sofía. Tenía un suelo irregular, y en los muros se veían frescos de Cristo sin cruz, y aquel Cristo era un hombre guapo. Yo trataba de imitar la posición de sus dedos. Su pulgar reposaba contra el meñique y el anular, y tenía los otros dos dedos extendidos. Madame Athena me contó que, en otro tiempo, había en Estambul dos locos. Uno se ponía en la orilla europea y decía: “Desde aquí Estambul es mío”, y el otro se ponía en la orilla del lado asiático y gritaba hacia el lado europeo: “Desde aquí Estambul es mío.” Una vez, Madame Athena y yo volvíamos con el barco de Europa al lado asiático. Madame Athena me mostró una pequeña torre junto al mar. “El emperador bizantino, a quien habían profetizado que su hija sería mordida por una serpiente y moriría, hizo construir en el mar, frente la orilla asiática, esa Torre de Leander (Torre de la Doncella), y escondió en ella a su hija. Una vez, cuando la muchacha suspiraba por comer higos y le trajeron con la barca, del lado europeo de la ciudad, un cesto lleno, fue mordida por la serpiente que se había escondido en el cesto y murió.” Yo crecí en Estambul entre la parte asiática y la europea de la ciudad, y sobre nuestros dos cielos veía el arco iris, la luna, la nieve, el sol, las estrellas, los truenos y los relámpagos. Una noche en que se veían truenos y relámpagos sobre el cielo de Europa y de Asia, iba sentada en un barco que me llevaba del lado europeo al asiático. Los vendedores de té servían té y en los bolsillos les tintineaba la calderilla. Cuando subimos al barco en el lado europeo, cesaron los truenos y relámpagos y la luna apareció sobre el puerto. Dondequiera que se tocase en el barco, se tocaba la luna. Todo el mundo tenía esa noche un poquito de luna en las manos. Cuando el barco zarpó, a mi lado iba sentada una pareja. El chico dijo: “Así que has dado la llave de tu casa a otro. Me voy. Adiós.” Saltó desde la cubierta al mar y se hundió en la luz de la luna. El barco se encontraba exactamente en el centro, entre Europa y Asia. Todo el mundo se lanzó a la barandilla. El barco se inclinó con la multitud y también los vasos de té se deslizaron con sus platitos hacia la barandilla. Los vendedores de té gritaban: “El dinero, el dinero.” La tripulación del barco tiró al chico dos salvavidas, pero él no quiso ninguno. El barco viró y siguió al chico hacia Europa y, finalmente, un bote de salvamento lo sacó del mar. La luna, que ahora estaba en el cielo exactamente entre Asia y Europa, contemplaba todo lo que pasaba y, cuando habían subido el chico al barco, con la ropa y el pelo empapados, alguien preguntó: “¿Adónde querías huir, hombre?” Él respondió: “A Europa.” A Europa, a Europa. El barco viró hacia Asia, los vendedores de té encontraron a sus clientes y cobraron su dinero, y la luna brilló sobre los vasos de té vacíos, pero de pronto el barco volvió a virar hacia el lado europeo, porque había olvidado en el mar los salvavidas, que flotaban hacia Europa. Hacia Europa, hacia Europa. En Estambul se discute con frecuencia en ambos lados. ¿Somos europeos? ¿Dónde empieza Europa? ¿Hasta qué punto somos europeos? Para ser verdaderos europeos tendríamos que comernos el pan de doscientas panaderías más. No conseguiremos pertenecer a Europa. ¿Dónde estamos, dónde está Europa? Los coches europeos no tenían accidentes. Los perros europeos habían estudiado todos en universidades europeas para perros, las mujeres europeas eran rubias auténticas. Un pintor de Estambul que estudiaba en París compró, por encargo de un amigo que vivía en Estambul, una muñeca inflable de nailon. Se la llevó a Estambul a su amigo y le dijo: “Toma, aquí tienes tu mujer de París.” El amigo miró las partes pudendas de la muñeca de nailon y gritó: “Ah, granuja, has dormido con mi chica parisina, tiene la costura abierta y su órgano sexual tendría que estar cerrado.” Más tarde, cuando viví en Europa, en Berlín, Munich, París, Viena, Barcelona, Madrid, Amsterdam, Copenhague, Florencia, Atenas y Venecia, sólo en Barcelona encontré amigos que, como los turcos de Estambul, estaban desesperados bajo el régimen de Franco. Se preguntaban con frecuencia: “¿Somos europeos?” ¿Son nuestros Pirineos el culo de Europa o la cabeza de África?” Traducción de Miguel Sáenz |