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Eres lo que comes (o lo que no)
Cuando era muy pequeña, Matilde vio a su padre en el trance de casi morir asfixiado por un bocado de comida. Educada en la fe católica, su primera reacción fue rezar, tan intensamente como le fuese posible, para que aquel aparatoso atragantamiento no fuese a dejarla huérfana. Coincidentes que resultaron la plegaria y el desenlace no fatal del accidente culinario, a posteriori harían de la pequeña rezandera una monja, poseedora de marmórea confianza en las capacidades milagreras de toda suerte de autoflagelos, verbigracia el ayuno, aplicable como remedio para detener cierta lluvia intensa y prolongada, misma que Matilde –capaz de explicarse el mundo sólo por medio de la imaginería y los escuetos asideros lógicos que le brinda su religión– considera es un nuevo diluvio universal. Interpretado por Ximena Ayala –quien así, para su fortuna y la nuestra, deja atrás sus muchas caracterizaciones de escolapia o de adolescente–, este personaje de monja obsesa que se ve a sí misma en repetidas alucinaciones místicas, provocadas por la inanición a la que voluntariamente se ha sometido, sintetiza buena parte de la propuesta que plantea Malos hábitos, a saber, la capacidad para hacer que un problema psicológico acalle sus urgencias bajo el disfraz de una conducta supuestamente razonada, objetiva y dirigida a un propósito, cuando su verdadero color es el de lo anormal, antisocial y autodestructivo.
Este es uno de los puntos de partida de Malos hábitos (2005), primer largometraje dirigido por el también publicista Simón Bross, quien ha sido productor de al menos dos decenas de cortometrajes, así como coproductor de ¿Quién diablos es Juliette? y de Segundo siglo. El otro es el certero y progresivo deterioro de la armonía, más bien ficticia, en la cual un grupo familiar de clase media alta desarrolla, integrante por integrante, sus respectivas disfuncionalidades, mismas que ya en conjunto dan cuenta de la descomposición contemporánea experimentada por la otrora llamada familia nuclear.
Escena de Malos hábitos
Foto: archivo La Jornada |
Como en el caso de la monja Matilde, el vehículo argumental elegido por Bross –coguionista con Ernesto Anaya– para exhibir dicha descomposición es de nuevo la conducta alimenticia de los personajes. A través de la madre –Elena de Haro, estupenda–, se completa el cuadro de la anorexia con un par de perturbaciones que suelen ir aparejadas: la obsesión enfermiza por el ejercicio físico e, igual de grave, la imposición de sus moldes mentales a un tercero, en este caso la hija –Elisa Vicedo, niña actriz convincente–, una menor de edad regordeta que, por instinto de conservación, busca a tal grado alejarse de los ataques maternos que se instala en la bulimia.
Aunque a Algunos pueda parecerle que al padre de la familia debe considerársele también como bulímico, puesto que se le ve engullendo sabrosamente todo tipo de apetitosas viandas, en realidad este personaje representa el único equilibrio: de lo que le gusta come cuanto gusta y, a diferencia de su esposa, no tiene por obsesiones el tipo ni la cantidad de los alimentos, ni la figura resultante que el espejo pueda mostrarle. Eso sí, como la hija, para comer a sus anchas prefiere huir de la enferma vigilancia de su esposa, circunstancia que ha de llevarlo a ser algo así como el reverso de la monja Matilde: al contrario de ésta, el esposo glotón representa la capacidad para hacer que ciertas conductas consideradas antisociales muestren su poder catártico y/o terapéutico, frente a una realidad que acosa y apabulla; en este caso, cuando el marido halla remedio a su doble desencanto –en la mesa y en la cama-- en la lúdica, jovial y hedonista complicidad de una amante que, como él, gusta de aparejar los placeres brindados por el erotismo y la ingesta.
En efecto, son los desórdenes alimenticios la parte más evidentemente expuesta en estos Malos hábitos. Al respecto, Bross consigue trazar una singladura que, aun rozando ámbitos ubicados en la simplificación y el lugar común en el que se han convertido la anorexia y la bulimia, lleva la cinta a un puerto conceptual más profundo: el de la culpa, su origen, el manejo que cada quien hace de ella y la manera en que, calladamente, puede socavar la felicidad, la estabilidad emocional e incluso la vida misma.
Poco habría que recusar a la factura de esta ópera prima; quizá sólo cierto desaliño en ciertas secuencias, más evidente en virtud de yuxtaponerse a la calidad y la eficiencia de otras, en las cuales puede verse bastante más que la necesaria y obligada solvencia formal.
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