Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Universidad Veracruzana: medio siglo editor
JESúS GUERRERO
Cuentística del
pordiosero amor
ALFREDO PAVóN
El mundo de la fábula y las heridas de la realidad
JUAN CORONADO
Imágenes en una linterna mágica
SERGIO PITOL
El corazón del hombre
MARCO ANTONIO CAMPOS
Leer
Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA
Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
El corazón del hombre
Marco Antonio Campos
La Ciudad de México que Jaime Sabines ilustra en Diario semanario y poemas en prosa es una ciudad recobrada, y a diferencia de la que hallamos en los volúmenes de Efraín Huerta (Los hombres del alba), Bonifaz (Los demonios y los días) y Octavio Paz (Vuelta), le llega como una revelación de alegría y dulzura. Aun llega a decir en algún instante que en la ciudad “es difícil sentirse perdido”. Sabines lo ha reiterado en entrevistas: tiene a este libro un especial apego y lo escribió como un canto de amor, luego de los años arduos en Tuxtla Gutiérrez (1952-1959), donde pasaba los días –recuerda José Casahonda Castillo– “frente al mostrador del cajón de ropa El Modelo”, y donde a la vez que vendía “las piezas de piqué español, de tira bordada francesa y de manta india”, escribía Tarumba, un libro, decimos nosotros, hecho de sol y de agua, de alegría y de vuelo, un libro para que conversen los pájaros y las hojas pero también para que se reconozca –donde se reconoce– en el espejo el hombre angustiado y trágico.
Después de las tensiones y angustias de Tarumba e incluso de Rescoldos de Tarumba –repuso en una entrevista hacia 1983–, la escritura de Diario semanario fue un desahogo, un juego (De viva voz). Adán y Eva es quizá su libro más reposado, y casi diría, agradecido . De las contadísimas veces que menciona un sitio en el libro con nombre propio es en el último fragmento al hablar de la alameda de Santa María la Ribera, el barrio donde vivió muchos años, y al que López Velarde le hallaba un enorme parecido con Jerez, al grado de llegar éste a creer que repentinamente iban a sonar en el kiosko “Alejandra”, “Fingida”, “Blanca”, “Poeta y campesino” y “Tú bien lo sabes”. Igual que en Horal (1950) y en La señal (1951), Sabines menciona en este libro calles y plazas, cines y casas de placer, pero no sabemos exactamente cuáles. Y sin embargo, todo el tiempo creemos estar inmersos en los barrios céntricos, es decir, el corazón de la ciudad que para él se convertía en la ciudad del corazón.
Como en Adán y Eva (1952), o posteriormente en secciones de Yuria (1967) y Maltiempo (1972), la forma que Sabines utiliza es el poema en prosa, cuyo ritmo, ha dicho, “es el que más se acerca al de la sangre”. Como pocos, Sabines posee esa rara facilidad para expresar con sencillez perfecta lo mismo elementos simples o incluso antipoéticos de nuestra vida cotidiana que situaciones complejas o antagónicas. En el breve libro el poeta nos relata los hechos diarios semanarios que le ocurren, donde aun los asuntos metafísicos como Dios, la muerte, la eternidad, el paso del tiempo, el alma, se vuelven tópicos terrestres en la música verbal. Para Sabines, Dios puede tener “la cara blanca y vacía” y de Él podría hablarse interminablemente “con ternura y con odio, como de un hijo perdido”, y a la muerte se le puede pensar al manejar el automóvil. La eternidad, después de todo, diría respondiéndole a Rubén Salazar Mallén, “no es más que una prolongación, menguada y pobre, de nuestra propia existencia”, y en algún instante, para afirmar la belleza y la hondura de la vida, Sabines dice en líneas que parecen el sonido de una lápida cayendo sobre la tumba: “Creer en la supervivencia del alma, es lo mismo que cargar su tabla mucho antes del naufragio.” Se trata de vivir lo mejor posible, pegado a la tierra, fiel a la tierra, oyendo las enseñanzas de la noche, cerca de las cosas que a diario descubre nuestra vista y lejos de los sueños que sólo sueños son. Las estrellas, lo sabe, están en otra parte. Poeta del cuerpo y del lenguaje del cuerpo, como López Velarde o Neruda, su obra, ha dicho Ramón Xirau, contrasta con las de Mallarmé, Valéry y Jorge Guillén, donde se está “frente a un mundo pulido, perfecto como una piedra recién lavada”.
Pero el hombre Sabines, en la trama, a veces impredecible, de las experiencias diarias semanarias de sí mismo y de los otros, nos cuenta lo que pasa en torno de él para saber lo que pasa en él. Así nos habla sobre la gente que se amontona de manera promiscua en el cine, en la plaza de toros y en el cortejo fúnebre que avanza por las calles; sobre las niñas leves que van al colegio y las viejecitas que regresan de misa; sobre los borrachos en el estadio y los vendedores ambulantes; sobre la estación de ferrocarriles de Buenavista, donde va a despedir a la muchacha, Rosa, que vuelve a Tuxtla porque tiene cáncer y quiere morir allá, y las sirvientitas que pasean engalanadas por la alameda del barrio de Santa María y quienes sueñan y esperan, “mientras llegan a la prostitución o regresan al seno de la familia miserable”. No es el mundo que se perdió y que cantaron poetas como Rabindranath Tagore o los japoneses antiguos, sino el orbe nuestro de cada día, el “de las bombillas eléctricas, los automóviles, el grifo de agua, los aviones a propulsión a chorro”. En vez de la muchacha del cántaro de Tagore, encontramos a la pobre mecanógrafa en la oficina soñando con enamorados de filme hollywoodense.
Todo ese orbe diario, desde luego, enlazándose con versos escritos a la amada. Con ese raro don que posee, Sabines, en los poemas amorosos, hace que dos cuerpos se vuelvan los cuerpos de todos los enamorados. Las parejas se complementan y se descubren centímetro a centímetro en el lecho, en el cuarto, en la casa, en la ciudad, en el mundo. Un hombre y una mujer sorprendiéndose con inocencia asombrada y luz desprendida en el jardín original, desnudos y solos, sabiendo ya en ese momento que lo saben todo, o al menos, lo suponen.
Jaime Sabines, “el admirable, el solitario Tigre Sabines, es un hombre aparte”, dijo por 1967 en un artículo su inolvidable amigo Efraín Huerta. Una poesía hecha de los días de la semana y de las semanas en el día, es decir, de las materias terrestres y del corazón del hombre.
|