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Ana García Bergua
“¿Acaso el escritor es mucho más
que un loro complicado?”
“No estoy seguro de cuál es mi opinión acerca del pasado. Sólo quiero saber si los gordos eran entonces más gordos que ahora”, escribió Julian Barnes en El loro de Flaubert, aquel brillantísimo ensayo-novela acerca del ermitaño de Croisset del que proviene el título de la columna de hoy. En aquel libro, dentro de su empeño por acercarse a la obra y la figura de Flaubert, Geoffrey Braithwhite, el personaje-narrador, llega a la conclusión de que en el famoso carruaje donde Emma Bovary y Léon recorren Rouen no hubieran cabido dos personas ejecutando las acciones sugeridas por el novelista (y menos con esos vestidos, añadiría yo). No sé si El loro de Flaubert fue una gran novedad para los académicos de la literatura: su enorme valor, para mí, radica en que es el acercamiento de un escritor a otro en su mismo terreno: ese linde vago de la representación, donde la vida y la novela se superponen, se alimentan o chocan entre sí.
Julian Barnes se acerca a otro escritor en Arthur y George (Anagrama, 2005). Arthur es nada menos que Arthur Conan Doyle, y George es George Edalji, un abogado inglés de origen parsi –autor de un libro sobre el reglamento de los trenes ingleses a comienzos del siglo–, quien junto con su familia fue objeto de una enfermiza persecución en el condado de Great Wyrley, donde su padre fungía como vicario de la Iglesia anglicana. Sobre este caso real –que dio origen al Tribunal de Apelaciones y en el que Conan Doyle jugó un papel importante como defensor de Edalji–, Julian Barnes construyó una novela que es una indagación sobre la esquiva naturaleza de aquellos hechos y el papel que en ellos jugaron las respectivas personalidades de los protagonistas: el racionalismo absoluto de Edalji, a quien se encarceló injustamente por unos crímenes en serie contra los animales del condado, y el muy volátil temperamento del escritor: Sir Arthur Conan Doyle no sólo fue el creador del personaje de Sherlock Holmes; fue asimismo un hombre de su tiempo: médico, deportista, defensor de la justicia, la ciencia y las causas nobles. A lo largo de su vida se fue inclinando hacia las creencias espiritas, incluidas las haditas de Cottingley. Se dice que participó en el conocido fraude del hombre de Piltdown. En Arthur y George, Barnes pinta ese temperamento romántico y un poco volcánico, en el que la sexualidad reprimida al más puro estilo victoriano animaba en el escritor una actitud caballeresca y unas búsquedas espirituales llenas de recovecos. Pinta también la enigmática infancia del abogado Edalji, aislado del resto de los niños de la comunidad, encerrado en el mundo familiar de la vicaría y la línea recta a seguir para encontrar sitio en la sociedad británica.
A diferencia de Flaubert, cuya figura es la de una especie de monstruo poliédrico inatrapable, Arthur Connan Doyle y George Edalji se dejan convertir en personajes. Por ello, lejos de la indagación desesperada que constituye El loro de Flaubert, Arthur y George se asume como novela y ataca sus trozos de vida con todo el armamento de la narrativa y la fina urdimbre de la ficción. Pocas veces leemos una novela que abarque tantos géneros: Arthur y George es una novela psicológica; es también, en cierto modo, el Bildungsroman de ambos personajes; hacia la mitad del libro se transforma en una novela policíaca en la que Conan Doyle, encarnando a su personaje Holmes, recorre los pueblos de Inglaterra con barbas postizas. También, si se desea, se puede ver como un relato periodístico de tintes políticos y como una novela histórica.
Sin embargo, se puede decir que Arthur y George es también una representación de la realidad y la ficción, y que tal vez Conan Doyle emprendió la defensa de Edalji como hace un novelista con un personaje particularmente difícil, pues George Edalji, tal como lo retrata Barnes, carecía de imaginación. Fiel a un temperamento deductivo no se sentía oscuro, ni parsi, ni indio, sino un inglés, y como tal esperaba que lo protegieran las leyes de Inglaterra. Esta especie de tozudez de la realidad fue la que pareció triunfar: la verdad nunca quedó del todo clara. Como le hacen ver a Conan Doyle el frío abogado Edalji y el más frío sistema judicial inglés, sus deducciones de sabueso novelesco eran lógicamente impecables, pero prácticamente indemostrables. Al parecer, los gordos, en el pasado y en la realidad, son mucho más gordos que en las novelas.
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