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Universidad Veracruzana: medio siglo editor
JESúS GUERRERO
Cuentística del
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ALFREDO PAVóN
El mundo de la fábula y las heridas de la realidad
JUAN CORONADO
Imágenes en una linterna mágica
SERGIO PITOL
El corazón del hombre
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El mundo de la fábula y las heridas de la realidad
Juan Coronado
Ilustración de Huidobro |
José de la Colina es un creador de cultura. Es un escritor. Es un constructor de realidades. La cultura en sus manos se convierte en un objeto de la realidad, como el árbol que se alcanza a ver detrás de la ventana. La escritura es un instrumento que sirve para revelar lo que está frente a nuestros ojos; y aun así no podemos verlo. A José de la Colina le debemos todo un bosque de realizaciones culturales. Y desde que tomó la pluma para narrar nos ha mostrado lo oculto de las evidencias cotidianas. Su visión me recuerda la del cineasta japonés Yasujiro Ozu quien ponía la cámara a noventa centímetros del suelo y desde ahí observaba la compleja sencillez del mundo. Saber observar es la principal cualidad de este narrador. Donde ponen el ojo ponen la flecha estos cazadores furtivos de la realidad oculta; de aquello que se esconde para hacerse evidente.
En la segunda mitad del siglo xx se levanta una nueva cultura mexicana, urbana, pretendidamente “moderna”, con ansiedades cosmopolitas. Su madurez le permite estar a la par con el reloj cultural occidental, si no es que universal. La liga histórica y política con el gran tema de la cultura en la primera mitad del siglo, la Revolución, se está rompiendo; está ya muy desgastado todo lo que tiene que ver con ese proceso. La cultura mexicana a partir de los cincuenta quiere ir más allá del nacionalismo oficial ya caduco. Una nueva realidad está por construirse por y para esta Generación del Medio Siglo. La nueva realidad urbana requiere una estética renovada, una nueva moral más acorde con los aires nuevos. Existe ya una clase media ilustrada que es la encargada de portar la bandera de una nación renovada y, no obstante su juventud, cansada ya. Las contradicciones de esta generación se dejan ver por todas partes. La “novedad” de esta cultura debería estar cargada de optimismo, pero no es así; hay vitalidad efectivamente, pero teñida de un pesimismo endémico.
La obra de Rulfo es la muestra más clara de que lo nuevo está hecho de lo viejo, de que hay una necesidad de lo nuevo, pero que lo viejo no puede simplemente lanzarse a la basura. Rulfo es el puente entre dos mundos mexicanos. Sin su obra no hubiera sido posible la transición. El radicalismo estético de Salvador Elizondo (la escritura como fondo y forma del hecho novelístico) o Josefina Vicens (la construcción metanovelística) no habría alcanzado sus logros sin ese puente rulfeano.
Con el camino abierto hacia una nueva realidad literaria transitan los miembros más destacados de esta Generación del Medio Siglo: Juan José Arreola, Carlos Fuentes, Elena Garro, Jorge Ibangüengoitia, Juan García Ponce, Inés Arredondo, Vicente Leñero, Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Juan Vicente Melo y José de la Colina. De diferente manera y con diferentes nombres se ha identificado a estos escritores, Generación de la Casa del Lago, La mafia literaria, etcétera. Su obra se ha desarrollado paralelamente a revistas como Cuadernos del Viento, La Palabra y el Hombre, Revista de Bellas Artes , Universidad de México y Revista Mexicana de Literatura. El espíritu crítico hace de esta conglomeración de nombres un grupo, una verdadera generación literaria. Son todos profesionales de la escritura que están conscientes de la tradición y de la renovación como un mismo proceso en la cultura mexicana que se está construyendo.
José de la Colina |
José de la Colina es uno de los actores de esta puesta en realidad de la nueva cultura mexicana. Desde 1955 pasa lista de presente como narrador con sus Cuentos para vencer a la muerte. Y desde ese momento, junto con los otros miembros de la generación, se afana en la construcción de ese edificio de la realidad cultural del Medio Siglo. Es crítico literario y cinematográfico, editor, traductor, colaborador y director de revistas literarias y suplementos culturales y, por encima de las circunstancias, narrador; pues no deja nunca de ser narrador. Su presencia se hace indispensable desde la década de los sesenta hasta el momento actual. La cultura de la segunda mitad del siglo xx mexicano es tan rica gracias a la presencia de polígrafos como José de la Colina. Escritores que no sólo habitan su “torre de marfil”, ya que saben salir de ella para edificar verdaderos cuerpos culturales. Su compromiso se manifiesta en la construcción misma de la realidad. Las palabras y las imágenes que De la Colina construye están plantadas como parte de la realidad; es decir, tienen color, dimensión y peso específicos.
Hacemos ahora un acercamiento y traemos al primer plano al José de la Colina narrador, ese joven que a los veintiún años publica su primer libro de cuentos y no deja de publicar hasta la fecha. De 1959 es el libro que tenemos en las manos, Ven, caballo gris. Ya maduro, vemos en estas páginas al joven narrador; “hacedor de cuentos”; fabulador de realidades. Ocho cuentos componen este libro. Ocho miradas a la realidad fabulosa o a lo fabuloso de la realidad. Hay algo que en primera instancia llama la atención en este libro: la distancia entre el mundo narrado y su escritura. Lo primero es joven, fresco y hasta algo ingenuo; lo segundo es maduro, forjado ya como se forjan los metales, con un olor a sabiduría ancestral. En ningún momento encontramos los titubeos de un narrador que esté buscando su camino; De la Colina supo desde siempre cuál era la dirección correcta. Ven, caballo gris, título de uno de los cuentos y del libro todo, es una invocación y una orden; una súplica con careta de mandato. Revela, de entrada, las dos dimensiones de todos los textos: lo cotidiano y lo fabuloso; lo real y lo fantástico; lo que sucede en el tiempo y lo que sucede en la imagen; lo “vivido” y lo “pensado”. Una coma separa al “ven” del “caballo gris”; es decir, a sus dos realidades, el verbo de la acción real y el complemento de la acción imaginada, convocada, deseada. Y en todos los cuentos se cumple el mandato: el “caballo gris” viene hacia nosotros, se postra en nuestro imaginario. Hechos reales, de tintes autobiográficos, se confunden con hechos de la fábula, construcciones de un acervo cultural que a todos nos pertenece. José de la Colina elige con mucha premeditación su punto de vista, preconstruye en la imagen un mundo y enseguida construye palabras para que lo veamos como él lo ve. Nunca califica la realidad mostrada. La muestra y nada más. Y en esta sencillez forja su maestría, su sabiduría de fabulador de verdades.
En el epígrafe de Conrad se pone en énfasis su vocación de diseñador de la “verdad” de un “fragmento de vida”. Tiempo y verdad son los materiales básicos para construir sus relatos. Su palabra descubre los secretos que la realidad encierra. José de la Colina trabaja con la palabra como un artesano y no como un simple mago de feria.
Su escritura es elaborada, pero no retórica; es difícil, pero no compleja y huera. Le gusta evocar textos ya pulidos por la historia para hacerlos nuevos, para hacerlos suyos. Cuenta historias que un día fueron cotidianas y hoy huelen a libro ilustrado, a la verdad del tiempo histórico, como lo que vemos suceder en “La cabalgata”: un caballero en el siglo xv se dispone al combate; y herido de amor se lanza a la muerte. En dos niveles se mueven las acciones: un presente inmediato y una conciencia interna. Guerra, amor y muerte son en este texto el mismo instante. Hay un misterio en cada cuento. Sólo cuando cada texto termina, se ilumina su significado, como pasa en “El tercero”, que es como una parábola del escape a Francia, como el que realizó su propia familia durante la guerra civil española. En “Caballo en el silencio” parece seguir su ruta biográfica: un niño de ocho años exiliado en Santo Domingo se acopla a su nueva realidad. Olores y sabores de un mundo distinto vemos aquí, pero la muerte sigue estando presente. Nunca importa el dibujo preciso de una anécdota; lo que se percibe en el cuento es su atmósfera, el estado de ánimo de los personajes, las maneras particulares de percibir el mundo, un mundo siempre cambiante. En “Los Malabé”, todavía en la atmósfera del trópico, se dibuja una historia más concreta, pero igualmente ambigua; no es la médula del asunto la sexualidad disfrazada, sino el nuevo mundo con direcciones morales inéditas. En “Ven, caballo gris” estamos ya en México, con la memoria todavía viva de la Revolución, en un presente deslucido y gris. Esta sensación que deja el cuento, de abandono de la historia, es la que vive la Generación del Medio Siglo. Hay una sensación de pérdida del pasado, pero no de un pasado glorioso, sino de un pasado gris y escuálido. Con “Excalibur” se corta la historia presente y se va otra vez al tiempo de la fábula, pero la fábula se esfuma y se impone nuevamente ese presente gris, espantoso; ese tiempo que ninguna espada puede cortar, ni la de un famoso caballero. En el “Nocturno del viajero” se vuelven a ver los dos niveles, el de la gris realidad y el del colorido deseo, pero en un momento también el deseo se vuelve gris, hiriente. Al final del viaje todo es igualmente desalentador. Finalmente, lo que ha crecido en el cuento, y en el libro todo, es la ironía, una risa negra que lo va cubriendo todo hasta llegar al cuento final, la “Balada del joven enfermo”, una nueva parábola de un adolescente que se acuesta con una prostituta y se enferma de gonorrea.
Al terminar de leer estos dos últimos relatos nos damos cuenta, ingenuos que somos, de que todo el libro está vestido de falsos ropajes. El mundo de la fábula no esconde las heridas de la realidad. Seguimos pensando que hay dos niveles: el de la realidad y el de la apariencia. Pero nunca uno puede esconder al otro. Lo que hace el escritor es enseñarnos a ver la realidad. Ni nocturnos ni baladas son ya lo que solían ser en el pasado. Son la otra cara. Pero ¿cuál? ¿Cuál es la otra cara de la realidad?
Ven, caballo gris es un libro de cuentos difícilmente explicables. No sé por qué he caído en la loca pretensión de explicarlos. Nada de lo que he contado de ellos es cierto. Decía yo al principio que buscan verdades, que captan realidades, pero ahora ya no sé ni de qué verdades ni de qué realidades hablan. La ambigüedad es el signo definitorio de estos textos; la plurivalencia, su rasgo distintivo. Lo único que me atrevo a decir es que son dignos representantes del malestar de su tiempo, de las búsquedas estéticas de ese siglo xx que se rompió en dos mitades.
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