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Dos rutas dos (IV Y ÚLTIMA)
“La oposición entre movilidad e inmovilidad pero no en términos meramente físicos sino intelectuales”: se dijo aquí, hace una semana, que esta podría ser la piedra de toque a partir de la cual ha sido estructurado 40 días, segundo largometraje de Juan Carlos Martín. Se comentó también que acaso el ritmo, la densidad y la atmósfera que signan la cinta podrían ser fuente de sinsabores para Másdeuno, si se considera lo que habitualmente, y en el cine mexicano de manera particular, suele ofrecérsele al público en cuanto a dichos atributos. Un breve recuento: por lo que hace al ritmo, de un filme suele esperarse que no sea “lento”, donde dicha palabra es todo lo contrario al vértigo, la sucesión acelerada de imágenes que no bien llegan a la pupila ya están siendo sustituidas por otras imágenes que tampoco tendrán mucha oportunidad de instalarse en la mirada. En apariencia sin puntos intermedios entre un extremo y otro, a la gran mayoría de la edición cinematográfica contemporánea le deben doler los pies de tanto correr sin freno en pos del final de cada cinta. Esa mal llamada lentitud, subproducto del condicionamiento a preferir y calificar como único válido o digno de atención el tartajeo y la indigestión icónica videoclipera, es precisamente uno de los principales aciertos de 40 días: lejos de la idea misma de la prisa, se asiste al transcurso de la mínima historia sin más interrupciones que las necesarias elipsis narrativas que permiten, a director y espectador, concentrarse en los puntos más importantes de un trayecto múltiple: el geográfico, que da cuerpo a la película en tanto road movie, en primer lugar y, como se apunta líneas arriba, el interno, de tipo intelectual, en el que los personajes se involucran simultáneamente a su desplazamiento físico. Dichos puntos más relevantes no son, por consecuencia, equis o ye acontecimientos que se ven al pasar o actos realizados por los personajes, si por “acontecimientos” y “actos” quiere por fuerza entenderse aquéllos que el cine más convencional son los únicos que considera dignos de llamar como tales. Nada extraordinario, pues; nada fuera de lo común, ya sean atentados, secuestros, asesinatos, planetas en riesgo dependiendo de la habilidad de un héroe, pandemias, o, en un plano menos grandilocuente, tampoco gravísimos cismas personales ni situaciones de ésas que “cambian para siempre la vida de las personas” --como Másdeuno quiere que sean todas las historias contadas por el cine. Si, por el contrario, quiere entenderse como actos y acontecimientos precisamente todos los que eso son, lo diga o no el cine, entonces 40 días está lleno de ellos, y el guión tuvo el acierto de privilegiar una de las acciones más importantes y, en el caso de muchos, más frecuentes: el diálogo. Lo que se dice, y de qué manera se dice, son fundamentales para aquilatar la densidad de esta película. Al respecto recuérdese la triste y recurrente costumbre de cierto cine, de ver en los diálogos una especie de mero excipiente para que no muera de parálisis una trama de suyo inane, cuando no una suerte de mal necesario para esos cineastas que lo apuestan todo a la imagen y el desarrollo de la acción, desperdiciando prácticamente la mitad de los recursos con los que inicialmente cuentan. Como aquí no abundan los parlamentos armados preferentemente sin cometer la osadía de trascender al sintagma más simple posible, ni tampoco hay fecundidad de quégüevas, nomames y putamadres, a Másdeuno le dará por concluir que los diálogos de 40 días son rolleros, rebuscados, o que de plano no se entienden.
Indigesta por infrecuente, la reflexión oral –dirigida a los interlocutores lo mismo que al propio emisor– es quizá la mayor apuesta de esta película, y está bien que al director no le haya temblado la mano al echar ídem de un cuerpo dialógico que va mucho más allá del mero intercambio de sonidos articulados y se concentra en las ideas, especialmente las que cada uno de los personajes tiene de sí mismo y de los temas que les preocupan, a partir de su condición y su situación en el mundo. Correctísimo, si se piensa en el perfil de dichos personajes: clasemedieros, leídos y escribidos, con una serie de preocupaciones vitales no necesariamente circunscritas a la solución del día-a-día y con un bagaje intelectual suficiente para verbalizarlo. Este juntapalabras ignora por qué, pero hay quien puede ver en esto algo cercano o parecido a la soberbia, cuando no se trata sino de la simple correspondencia entre unos personajes determinados y su correspondiente manera de expresarse, y es ésta, no por azar, una de las propuestas más interesantes de una película que apuesta por una forma particular de anticonvencionalismo.
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