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John Connolly: victorias pírricas
Jorge Alberto Gudiño Hernández
Son múltiples y variados los argumentos que se esgrimen en contra de la literatura policíaca. Muchos verdaderos; otros tantos, parte del estigma. De todos ellos el más frecuente es el que sostiene que las novelas de este tipo pertenecen al grupo de la literatura fácil. Si, además, configuran una serie, entonces se basan en una fórmula conocida que les asegura éxito. En parte hay mucho de razón en el planteamiento.
Sin embargo, no siempre es así. Es verdad que resulta dolorosa la cantidad de novelas que no proponen nada y, en cambio, atestan anaqueles y libreros, mesas de exhibición y energías lectoras. Pueril se vuelve la respuesta que asegura que, entre tantos libros malos, la probabilidad de que se aparezca uno bueno es más alta. Da igual. Porque ya no es tiempo de catalogar a rajatabla, porque nadie tiene la calidad moral para descalificar a diestra y siniestra y volverse canon. Las cosas ya no son así. Sobre todo porque es evidente que a los lectores nos gusta que nos cuenten historias cuya virtud inicial descanse en un alto grado de legibilidad traducido en tensión dramática, en el interés que pueden despertar y en el componente que posibilita que uno continúe con su lectura. Es ahí donde las novelas policíacas encuentran un terreno fértil que, pronto, estará saturado de hierbajos, robando recursos a algunos títulos que tienen los elementos necesarios para merecer atención.
Estoy de acuerdo: la mayor parte de las novelas policíacas no aportan nada en tanto se basan en una fórmula. Pero “fácil” es un epíteto mentiroso. Sobre todo si se toma conciencia de la planeación que precede a algunos libros, de la forma en que embonan las piezas, de las pequeñas sutilezas que permiten al autor engañar a los lectores a lo largo de varias centenas de páginas. A fin de cuentas, en la novela policíaca se logra exacerbar la consabida lucha entre el que escribió y el que lee.
John Connolly (Dublín, 1968) ha ido más lejos. Es de esos autores que ha descubierto que la novela policíaca sólo es un pretexto para algo mucho mayor. A partir de una estructura conocida (la linealidad, el descubrimiento paulatino, las pistas a seguir), consigue crear una propuesta narrativa valiosa sin dejar de ser eficiente.
Hoy en día la saga consta de seis títulos (Todo lo que muere, El poder de las tinieblas, Perfil asesino, El camino blanco, El ángel negro y Los atormentados, todos, en Tusquets. Los dos primeros también en MaxiTusquets.) Desde las primeras páginas de Todo lo que muere, el lector se puede dar cuenta de que no será una novela policíaca tradicional. Charlie Bird Parker (en claro homenaje al jazzista) regresa a su casa para encontrar a su esposa e hija asesinadas. Entonces las motivaciones tradicionales cambian. Ya no es la necesidad de detener a un asesino, el deseo de encontrar la verdad, sus obligaciones como policía ni el encargo de un cliente rico lo que mueve al detective. Ahora es la venganza el motor de cada una de sus acciones. Una venganza que no dejará sino residuos en el alma del protagonista.
Hay pérdidas que no resulta sencillo superar y otras en las que es imposible lograrlo. Esta es una de ellas. A partir de un narrador en primera persona, Connolly permite que sea el propio Parker el que cuente su historia. Hacerlo le significa una toma de conciencia, un exorcismo. Conforme resuelve los crímenes va desvelando una personalidad atormentada por fantasmas, por los ecos de las voces de los que ha perdido. Ellos no lo dejan descansar. Ya sea porque no tuvo la capacidad para evitar que sucediera, ya sea porque ha descubierto que la violencia cae en el campo de sus placeres.
Entonces el personaje se torna complejo. Lo habitual es que sean los antagonistas los que gocen del dolor ajeno, los que puedan ser calificados de malos. En el Maine de Connolly las cosas no son así. De entrada, a Parker suelen ayudarlo dos criminales. Una pareja gay compuesta por un ladrón y un asesino a sueldo. Contrastantes a más no poder, rompen con el esquema del prosélito tradicional y le permiten al protagonista desarrollar un sarcasmo fino y contundente. Más aún, cuestionan la axiología de la novela policíaca tradicional. Hace tiempo que se dejó de lado a los personajes ejemplares para resolver los misterios, también se ha trascendido al antihéroe común, incluso al policía que va a contracorriente. Charlie Parker es, ante todo, un ser humano. Un ser humano que de continuo resulta lastimado. Ya sea en carne propia o en sus afectos, a saber cuál es peor.
A la hora de buscar peculiaridades, resalta el poder descriptivo de la prosa de Connolly. Articulada por la voz de su protagonista, consigue trasladar al lector a los parajes más sórdidos de un Maine polifacético. El balance que existe entre las acciones y los escenarios en que suceden consigue que el ambiente forme parte de la narración. A reserva de que pueda considerarse como una mera floritura estilística, es necesario destacar que dicho poder evocativo consigue generar lo que más interesa al autor: miedo.
Y es que Parker no suele enfrentarse a asesinos convencionales. A fuerza de ahondar en sus perversiones, él mismo se ha llegado a convencer de que se enfrenta a formas muy depuradas de la maldad. En un momento en el que las novelas policíacas pugnan por encontrar formas más sádicas y violentas para asesinar, Connolly halló a los personajes ideales para hacerlo. Es entonces cuando se resquebraja la estructura moral del detective. Es entonces cuando descubre que jalar del gatillo no es un acto reprobable. Es entonces cuando su odio y su miedo comienzan a dar cauce a su venganza.
A su manera, Charlie Parker resuelve los misterios, hace pagar a los criminales y contribuye para que el mundo sea mejor. Sus métodos son lo menos importante. Mucho más cuando, al final del día, no puede soltar el aire satisfecho: de nuevo ha sido incapaz de salir indemne; de nuevo el acre sabor de la derrota.
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