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Ñoños audaces y británicos (I DE II)
Es vieja y mundial la fama, no siempre bien entendida, de la ambigua definición inglesa de “comicidad”. Hay gags entre los nuevos paradigmas televisivos del humor, como Los Simpson, donde cada que puede, Matt Groening, creador de los monigotes amarillos, hace mofa de los programas ingleses de comedia de los años sesenta (esa especie de cliché a go-gó en que los asistentes a una fiesta terminan en ridículas persecuciones supuestamente risibles). Pero el humor de la televisión –telly, le dicen ellos– en Inglaterra fue mudando de piel, haciéndosele más espinosa, y empezó de pronto a destilar una sustancia cáustica, urticante y hasta ponzoñosa. El humor inglés en la televisión empezó a pasarse por el arco del triunfo la muy inglesa flema y el muy británico gusto por lo protocolario, convirtiéndose en sinónimo de incorrección política. Uno de sus primeros y más favorecidos temas (o desfavorecidos, según sea el monarquismo de cada quién) fue, desde luego, la reina, y con ella su séquito entero y todo aquel que crea tener los hematíes del color del cielo. De los morigerados Comic Strip o Benny Hill hay un abismo hacia el humor surrealista del Monty Python, ese ejercicio irónico de revisionismo del ser inglés, incluida la Historia, rancio orgullo decorado con panoplias y blasones, y circo sin concesiones perpetrado por John Cleese, Graham Chapman, Terry Gilliam y Michael Palin durante treinta años que abarcaron desde fines de los sesenta hasta casi final de siglo, todos ellos hoy referencia obligada y maestros de sucesivas generaciones de cómicos ingleses, pero a su vez discípulos de Peter Sellers y otros como Harry Secombe y Spike Milligan. A partir de entonces, muchos son los ejemplos de programas en que se desmenuza con humor exitosamente cruel –humor negro a la inglesa– cada aspecto de la historia y la sociedad inglesas primero, y del mundo entero después. Allí la Little Britain, de Matt Lucas y David Walliams, las absurdas y estúpidamente arrogantes Edina y Patsy de Absolutely Fabulous, versiones apenas más arrugadas pero no más estúpidas que Vicky Beckham en la vida real, por ejemplo, o el humor sin aspavientos, irreverente y desenfadado de Ricky Gervais.
Precursores entonces los ingleses de cierta clase de humor negro en comedia televisiva, no es de extrañar que aliñaran con sus propios condimentos un reality show. Y lo han hecho poniendo como conductor de un programa particularmente incómodo para algunos a un tipo con facha de ñoño, un flaco que usa lentes, confiesa haber sido siempre torpón y más bien lento en todo, y que se pasa el tiempo haciendo preguntas bastante incómodas a sus interlocutores puestos a ser personajes de ficción alucinante.
Se trata de la documental serie de viajes –cada episodio una ciudad del mundo con sus secretos y perversiones– de Sin Cities, programa que conduce –o conducía, no se sabe por ahora– el desgarbado Ashley Hames. En Sin Cities, Hames hace algo parecido a periodismo de investigación, pero acerca de temas escabrosamente indecentes, relacionados con las maneras más cutres, dolorosas, aventuradas, temerarias, imaginativas y sabrosas de ejercer la sexualidad. Desde los más normalitos placeres copulativos con ingredientes que aderecen la sicalipsis, como el sexo en público para exhibicionistas y fisgones, hasta implacables sesiones de abuso al propio cuerpo en que los entrevistados, con visos mesiánicos o algo así, nos descubren las sádicas exquisiteces de taladrarse a martillazos el escroto o de someter el pene y la vulva a la acción restrictiva –deliciosa, dicen– de aguzados arreos metálicos, desde jaulas para apretujar literalmente al pajarito hasta mordelonas pinzas para labios vaginales y pezones.
Sadomasoquismo, pintura con los genitales en lugar de manos y pinceles, maridos que filman a sus mujeres mientras son parte de una orgía con tres o cuatro “amigos” de la familia, sexo tántrico, en el lodo, en una cama de clavos, en el aire; fetichismos varios y toda una gama de posibilidades lo mismo inquietantes que chistosas que aterrorizantes, y el cogollo del asunto es que el mismo Hames se somete, valientemente, hay que decirlo, a buena parte de las rarezas que va encontrando en Río de Janeiro, París, Amsterdam (desde luego), Montreal o Lisboa. Porque de eso trata Sin Cities, de demostrar que, finalmente, en todos lados se cuecen habas, en gustos se rompen géneros y, diría mi bisabuelo, culos en los petates, porque Sin Cities demuestra que hay apetencias, y teleaudiencia, para todo.
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