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Verónica Murguía
Un fenómeno inexplicable
En todos los Sanborns que en este mundo han sido existe un pequeño estante de bestsellers en inglés. Es un estante alrededor del cual yo solía merodear en busca de novelas policíacas, hasta que, quién sabe cómo, me curé espontáneamente de esa sabrosa adicción. Una mañana me desperté con poco ánimo de enterarme de la vida y opiniones de los detectives que me gustaban y pasé de largo frente al exhibidor, aunque en él había una novela de Michael Connelly, cuyo detective, Harry Bosch, era uno de mis personajes favoritos.
Ese perezoso desinterés se fue convirtiendo poco a poco en una pétrea indiferencia de la que sólo me podrá sacar Henning Mankell el día que publique otra novela protagonizada por el entrañable inspector Wallander, o por su hija Linda Wallander, como lo prometió.
Pero el estante ejercía una extraña atracción, porque en sus repisas, desafiando las leyes de la lógica, se podían encontrar al mismo tiempo varias novedades de un autor. Sí, Danielle Steel, por ejemplo. En estos días el curioso lector podría comprar dos libros publicados este año, y apenas estamos en agosto.
No me puedo explicar el fenómeno: una cosa es ser prolífico, y otra escribir dos novelas en seis meses. Claro que el día funesto que me asomé a uno de los libros de esta autora entendí que, cuando se lee uno, ya se leyeron todos. Y los franceses demostraron que no sólo son capaces de votar por Nicolás Sarkozy: también le dieron a Danielle Steel la medalla a las artes y las letras. La medalla que Steel se merece es a la rapidez y a la capacidad de aturdir, pero me imagino que no es una presea muy publicitada.
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El misterio de la velocidad de realización me intriga, a pesar de que en el mundo editorial estadunidense hay escándalos muy divertidos que tienen que ver con el plagio, con los ghost writers o negros, como se les llama en español a los escritores detrás de un nombre, y con los equipos de producción –porque escribir es una labor distinta a redactar nada más. Me imagino estas empresas como oficinas llenas de personas sudando frente a una computadora, desarrollando los capítulos que les tocan, afinando los detalles, y pergeñando tramas insulsas. Luego ha de llegar Danielle Steel con su traje sastre a ver cómo va la cosa.
El negro no es un invento reciente. Se dice que Alejandro Dumas, a quien amo, tenía uno, y que cuando se murió lo lamentó mucho, porque a él ya no se le ocurrían historias buenas. Dice la leyenda que ese negro talentosísimo tenía a su vez otro negro, que era el verdadero autor de las novelas. Y claro, también se murió.
Si alguien tiene curiosidad por este tema, en la novela Mañana en la batalla piensa en mí, de Javier Marías, aparecen dos negros muy experimentados y prolíficos. En México un negro no tiene mucho qué hacer, si descontamos los libros de La Tigresa , de Anel, de Andrés García y los de algunos políticos.
Pero vuelvo al tema. Dean Koontz, por ejemplo, nomás en lo que va de 2008 lleva dos. Están por salir, a finales de agosto y finales de noviembre, otras dos que se pueden ordenar por internet desde ahora. ¡Cuatro novelas en un año! ¿A qué horas lee libros buenos –no los suyos–, corrige, come, duerme y realiza las otras actividades que el lector está imaginando?
Lo que me da envidia de todo esto no es la facultad insólita de tener dos libros en la lista de bestsellers en un mes. Ni tampoco la danza de dólares que gira alrededor de estas empresas, aunque cuando hago la conversión de las cifras me da mareo. Lo que me da envidia y me imagino que a todos los escritores mexicanos también, es que hay lectores. Lectores devotos que escriben cartas llenas de pasión a las revistas y a los sitios de internet de sus autores, que sufren con la espera y son quienes finalmente sufragan las casas con alberca de Steel y Koontz, en las que ellos no se han de remojar, pues están ocupadísimos escribiendo. Pienso que si hay lectores para esos libros, hay para otros mejores. A esos lectores se les debe la buena salud de la literatura estadunidense.
En México, en cambio, los lectores, ya lo sabemos, son tan escasos como los lobos o los berrendos. Igualmente son una especie en extinción, amenazada por el cansancio crónico, la falta de tiempo y la tele. Por eso, cada vez que veo a alguien leyendo un libro –de los que en mi opinión valen la pena– me dan ganas de darle las gracias. Y por supuesto, no me atrevo.
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