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Nuevas aventuras de Pigmalión
Augusto Isla
En su Diccionario filosófico, André Comte-Sponville define el mito de la manera más sencilla: una fábula que se toma en serio. Es probable que uno de los mitos que corresponden mejor a esa definición sea el de Pigmalión. Nace en la Grecia antigua y en consonancia con su plasticidad, es decir, como relato opuesto al dogma, según Hans Blumenberg, Ovidio recrea libremente su verdad poética. El mito de Pigmalión atraviesa siglos y siglos hasta llegar a nosotros con enorme fuerza cuando nos referimos a alguien que obra el milagro de la transformación de otro. En la mitología griega, evoca al hijo de Belo, que se enamora infructuosamente de Afrodita y colma ese amor con una imagen de marfil a la cual la diosa, compadecida, le da vida como Galatea; en Ovidio, Pigmalión es un escultor que, en pleno narcisismo, se deja seducir por la talla perfecta de su criatura. Cercanas a nosotros, óperas y comedias se han inspirado en esa figura mítica. Entre las óperas destacan las de Conradi, Cherubini y Rameau; entre las comedias, la versión de Bernard Shaw publicada en 1914.
El Pigmalión del irlandés es una comedia preñada de significación moral y política. Pues, como sabemos, Shaw formó parte, junto a Sidney y Beatriz Webb y H. G. Wells, de la Sociedad Fabiana, así llamada en homenaje a Quinto Fabio Maximo Cunctator, general romano proverbialmente astuto que luchó contra Anibal en la Segunda guerra púnica. Evadiendo dar batalla frontal al cartaginés, Fabio logró desesperarlo; fue suyo el éxito militar, pero no así el triunfo político: la impaciencia de una fracción populista del Senado romano consiguió que fuese relevado. Y sin embargo, la táctica fabiana dejó profunda huella en la historia; para no ir más lejos, los rusos la adoptaron en su resistencia a Napoleón. Por su parte, el fabianismo se ha erigido en una vertiente socialista animada por un espíritu confiado en las mudanzas históricas lentas pero eficaces, como fruto de la educación y de la equidad en la distribución de la riqueza. “Espera como Fabio el momento justo, pero cuando llegue éste golpea fuerte o tu espera habrá sido vana e infructuosa.” Tal era su divisa que, dicho sea de paso, encuaderna, fiel al temperamento británico, el conservadurismo burkeano y el inconformismo altruista de un sector de las clases medias. A los fabianos les es entrañable, pues, la idea de una reforma social profunda, arraigada en cambios sin resentimiento, sin lucha de clases, sin dogma alguno. Esos socialistas heterodoxos desprecian el gran discurso ideológico y se ciñen a remedios concretos; no abordan problemas inscritos en principios, sino en hechos; un aire sutil y democrático ondea en su pensamiento; son pacifistas, pero no excluyen la violencia cuando ésta se presenta como el último recurso.
La influencia del fabianismo ha sido poderosa. En 1945, cuando se estableció el primer gobierno laborista, la mayoría de los miembros del Parlamento eran fabianos, de suerte que las políticas derivadas de su gestión llevaban esa impronta: protección contra la enfermedad y el desempleo, cuidados para la vejez, subsidios de maternidad, pensiones de viudez. Cuando nuestra derecha mexicana acusa de populistas medidas semejantes, se equivoca como siempre: ignora la historia, desconoce estos resplandores fabianos.
El fabianismo pone grave acento en la educación como política igualitarista. Y es, en ese sentido, liberal y romántico, pues su diagnóstico social, elusivo a las claras de una sociología de explotación, apunta al señalamiento de que lo que separa a las clases es el saber de unas y la ignorancia de otras. En la lengua, “receptáculo de la experiencia de un pueblo y sedimento de su pensar”, según palabras de Unamuno, se condensa tal diferencia: unas clases, las altas, se apropian de ella; otras, las bajas, viven despojadas de sus bondades. El equilibrio social comienza entonces en la recuperación de la lengua como promotora del bien colectivo. El Pigmalión, de Shaw, aborda este asunto no sin advertirnos en el prefacio que el tema no es la educación en general, sino más concretamente el idioma. De cualquier modo, se trata de una obra didáctica que a juicio del autor demuestra que “el gran arte no podrá ser nunca otra cosa”. La trama, dividida en cinco actos, es simple: una apuesta sobre la transformación de una persona a partir de su dicción. ¿Una burla de quien creía, como Shaw, que “un honesto dialecto es más tolerable que las tentativas de evitar a la plutocracia”, o un homenaje a Henry Sweet, un experto en fonética admirado por el dramaturgo? Como quiera que sea, la comedia, pese a la aridez del enredo, transita con éxito del teatro al cine. Se filma por primera vez en 1939, bajo la dirección de Anthony Asquith, y en 1964 alcanza su esplendor narrativo y musical gracias al talento de George Cukor quien, en My fair lady (Mi bella dama), reúne a una constelación creativa, dando como resultado una obra, ya maravillosa en su dimensión narrativa, sonora y visual, ya elegante y frívola, aunque no exenta de una percepción crítica, no sé si consciente o no. Pues nadie parece salir bien librado de ella: ni la aristocracia desdibujada en su obvia estulticia, ni las clases medias hipócritas y autoritarias como suelen serlo, ni las clases bajas, por así decirlo, oscilantes entre la dignidad y el cinismo.
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¿Y qién es gorge Dewey Cukor? Un descendiente de húngaros judíos nacido en Nueva York en 1899 que, muy tempranamente, da muestras de su pasión por el teatro y funda su propia compañía, pero que ganará fama en Hollywood, sobre todo como director de actrices: guiadas por su mano maestra, Joan Crawford, Katherine Hepburn, Greta Garbo, Marilyn Monroe entre otras, escalaron cimas gloriosas. Conocía, hasta donde cabe, el alma femenina, y sabía extraer de sus abismos floraciones insospechadas. Con ellas se consagra; a ellas encumbra. Él mismo es un Pigmalión; ellas, todas, hermosas galateas, obedientes al orfebre, instalan en sus personajes la grandeza femenina: sustrae de Crawford y de Garbo, tan bellas como inexpresivas, una amplia gama de emociones en Rostro de mujer (1941) y La dama de las camelias (1936), respectivamente; de Hepburn su encanto en Placeres o negocios (1938); de Monroe su caudalosa sensualidad en La adorable pecadora (1950). El mito persigue a Cukor. En 1941 lo aborda por primera vez en Rostro de mujer , una película un tanto disparatada en la que nos cuenta la historia de Anna Holm, una mujer cuya mejilla derecha ha sido marcada por una horrible cicatriz y a quien un cirujano plástico, el Dr. Gustaf Segert, somete a una intervención quirúrgica que la transfigura en cuerpo y alma, de suerte que aquella habitante de los bajos fondos, cuya repulsiva presencia se esconde bajo anchos sombreros, cede el lugar a su “pequeña y cruel Galatea”, imagen misma de la belleza y la bondad; una bondad heroica que la lleva a asesinar a su amante para salvar a un niño. Años después, Cukor, en su primera comedia musical, Ha nacido una estrella (1954), nos relata de manera sucinta ese proceso al cual Hollywood somete a sus aspirantes al estrellato transformando su imagen e, incluso su identidad, de suerte que una modesta cantante de bar, Esther Blodgett (Judy Garland), se convierte en Vicki Lester, una rutilante estrella del espectáculo.
Publicidad de una puesta en escena de la obra de Bernard Shaw en los años veinte |
Cabe entonces imaginar que cuando Cukor toma respetuosamente en sus manos la comedia de Shaw, se ve a sí mismo como el alter ego de Henry Higgins (Rex Harrison), un profesor de lingüística y fonética quien apuesta al coronel Pickering, un experto en dialectos indios, que en sólo seis meses logrará convertir una vendedora de flores, Eliza Doolittle (Audrey Hepburn), en una gran dama, con sólo depurar su modo de hablar, sus modales y cambiar su indumentaria. Pero estamos ya en plena trama de Mi bella dama: una noche lluviosa, a la salida del teatro de Covent Garden, vemos a la aristocracia londinense buscando un refugio, y en el otro extremo de la calle, en el mercado de flores y legumbres, nos alegramos con el bullicio de su gente; en fin, un escenario que describe tanto la proximidad de espacios contrastantes como el abismo que aparta las clases sociales, así como el doble encuentro: uno feliz, entre Higgins y Pickering quienes, supuestamente, anhelan conocerse, y otro desagradable, entre Higgins y Eliza Doolittle, la florista que a juicio del experto “encarna un insulto al idioma ingles”. Le seguirán la pregunta de Higgins sobre “por qué los ingleses no pueden enseñar a hablar”, la humillación que le infiere a Eliza, y claro está, el desafió que la criatura salvaje asume para salir de su penosa condición social.
Comienza a desplegarse el meollo del relato: un proceso educativo cuyo desenlace, previsible, no por ello resulta menos inquietante, pues se trata de saber cómo Higgins y Cukor, su alter ego, enfrentarán el reto. Aparecen entonces, en medio de aquella amable atmósfera de casa habitada por Higgins, artefactos fonéticos, disciplinas absurdas, medidas punitivas, chantajes; herramientas todas de una educación autoritaria que nos conduce a pensar en esas orillas a las cuales pueden llegar aquellos liberales de clase media alta por su incomprensión de las diferencias de clase, por su ineptitud para respetar la diversidad de actitudes ante la vida, esa misma –la diversidad, digo– que Sancho defiende ante el Quijote cuando éste, en el capítulo x de la obra cervantina, lo invita a sentarse a su lado para comer, a lo que Sancho, cortésmente, se rehúsa diciendo: “Mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene en gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo.”
Audrey Hepburn en una escena de My fair lady (Mi bella dama), dirigida por George Cukor, 1964 |
Volviendo a nuestro asunto, Higgins, pedante y engreído, amenaza constantemente a Eliza de privarla de comida y golosinas si no responde a sus exigencias. Y acabará, como es de esperarse, consiguiendo su propósito, aunque no sin tropiezos. Pues que en la primera prueba, en un hipódromo donde acude la aristocracia en pleno, Eliza, ya radiante, luciendo su bello rostro y su cintura brevísima, naufraga cuando le grita a su caballo favorito: “Mueve tu trasero.” Pero Higgins no se rinde; insiste en llevarla al baile de la embajada, seguro de su pedagogía, seguros también nosotros, espectadores, de asistir al momento culminante, cuando la florista aparece, deslumbrante, en la escalera de la casa del mentor con un vestido verde claro, el peinado tan alto como su cuello; toda ella perfección –su figura, sus movimientos, sus gestos, su hablar– a tal grado que, ya en el salón, confunde incluso a un especialista en detectar imposturas.
Pero ¿qué ha conseguido el arrogante Higgins torturando a la chica, martillando en su cerebro con las obsesiones inherentes a una clase social que cree poseer la verdad, con los alardes de un humanismo atenido a la universalidad de su modelo ontológico y axiológico? En primer lugar, halagar su vanidad, la suya, pues Eliza, paradigma del educando obediente, no cuenta; en segundo lugar, convertir a la otrora humilde florista en una mujer de buenos modales. La educación deviene mera urbanidad; pero ésta, al decir de La Bruyère, “no equivale a la virtud, a la bondad, sólo es apariencia”. Apariencia que Cukor resuelve de manera admirable gracias a la estética de Cecil Beaton, su genial director artístico. ¿Vale decir, pues, que triunfan ciertos prejuicios pero no la educación, entendida ésta, al menos a mi parecer, como un proceso liberador merced al cual cualquier persona aprende a elegir su vida, a defender su identidad, como Sancho o como los socialistas fabianos se lo proponían al promover la educación popular que habría de cambiar la sociedad?
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Más aún, ese disolverse la educación en un refinamiento, da pié a nuevas subordinaciones. Pues Eliza, ofuscada por la indiferencia del profesor, después de preguntarse “¿Qué será de mi? ¿a dónde iré? Yo vendía flores... ahora no tengo otra cosa que vender que a mí misma”, acabará por someterse a Higgins cuando le acerca las pantuflas en un supremo gesto de sumisión, ya que sólo de ese modo podrá convivir con el misógino que antes nos había cantado I shall never let a women in my life; ese mismo misógino incapaz de declararle su amor, un amor inconfeso cuando canta, sin más testigos que nosotros, los espectadores, la inolvidable I' ve grown accustomed to her face . Así pues, triunfa Higgins y también un sistema de dominación en un doble sentido: el varón sobre la mujer y la norma culta prevaleciente sobre el habla popular. Todo un anacronismo, pues el canon lingüístico ha sido demolido por las nuevas generaciones mediante la equiparación del habla de las elites y el del lumpen.
Audrey Hepburn en dos escenas de la película My fair lady (Mi bella dama) |
Cukor nos brinda, al final, un poco de ironía, cuando presenta al señor Doolittle, padre de Eliza, un sinvergüenza transformado, por obra del azar, en el líder incómodo –pues a su natural conviene más la disipación– de una liga de la Reforma Moral, y nos da también la satisfacción de ver al propio Cukor, el otro Pigmalión de Mi bella dama, levantar sus trofeos: ocho premios Oscar y cuatro candidaturas más, que hacen olvidar, con la envoltura deliciosa de una de las grandes comedias musicales de la cinematografía, las nobles intenciones de los socialistas fabianos. El final queda abierto con una ambigüedad perturbadora, como el personaje de Higgins, a la vez manipulador y desafiante a quien Shaw hace decir cuando, próximo el desenlace, se dirige a Eliza: “Es inútil que te esclavices por mí y luego digas que quieres que te aprecie. ¿Quién aprecia a un esclavo?” ¿La educación libera o somete? ¿Eliza se va con Freddy Eynsoford Hill o se queda con el solterón edípico? En la “secuela” que cierra la versión escrita de la obra de Shaw, éste nos advierte que detesta “la ropevejería en que el romanticismo guarda su acopio de finales felices”.
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En La era del vacío , Gilles Lipovetsky nos dice: “A cada generación le gusta reconocerse y encontrar su identidad en una gran figura mitológica o legendaria que reinterpreta en función de los problemas del momento: Edipo como emblema universal, Prometeo, Fausto, Sísifo como espejos de la condición moderna. Hoy Narciso es [...] el símbolo de nuestro tiempo.” Pero ¿qué sería del narcisismo sin Pigmalión, sin esa proliferación de terapeutas, cirujanos plásticos, cosmetólogos, educadores que prometen juventud, salud, belleza, liderazgo, autoestima? En un mundo regido por la imagen, Pigmalión es todo. La industria fílmica nos pone el ejemplo. Un caso extremo de eficacia: Greta Garbo, nacida en un barrio humilde de Estocolmo, hija de un barrendero y una afanadora, una muchacha simplemente agraciada se convirtió en la esencia de la plenitud y la belleza. Y sin embargo, son muchos más los casos fraudulentos. En alguna ocasión escuché a un líder socialista vanagloriarse de sus hazañas educativas. No dudé de las cifras, pero sí del valor ético de su epopeya. Me vino entonces a la mente aquello que Higgins le dice a su madre en el tercer acto del Pigmalión, de Shaw: “No tienes idea cuán espantosamente interesante es tomar a un ser humano y convertirlo en otro ser humano completamente distinto con sólo crearle un nuevo idioma. Es llenar el más amplio abismo que separa a una clase de otra y a un alma de otra alma.” Ciertamente, el tomarse a sí mismo como Pigmalión es una tentación, tan fascinante como riesgosa en sus consecuencias, como la educación misma: ora un camino de libertad, ora un virus devastador de las identidades, ora una fuente de esclavitud.
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