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J.M. Coetzee: ¿a dónde nos lleva el progreso?
Raúl Olvera Mijares
Conservador entre los progresistas y progresista entre los conservadores, la trayectoria en la escritura de J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) ha oscilado entre un estilo correcto, convencional en su uso de la lengua inglesa, y un engarzamiento del ensayo en la novela, no en forma de largas digresiones del autor, sino más bien discursos coherentes en boca de sus personajes, alter egos buscados o inconscientes, académicos solitarios de convicciones peculiares, quienes abren los ojos ante una realidad, hasta entonces acomodaticia, que de pronto les resulta adversa.
La alegoría –entre su vida y los libros, su natal Sudáfrica y el resto del mundo, su tiempo y todas las épocas– es ese puente estratégico que mantiene unidos dos dominios contiguos aunque separados por un precipicio: la reflexión y la narrativa. Coetzee es, sin lugar a dudas, el maestro de los personajes reflexivos, capaces de las más elaboradas lucubraciones, jamás surgidas de la nada sino vueltas carne de la narración. Fiel a su gran modelo, Dostoievsky, retratado en su novela El maestro de Petersburgo, y en general a la escuela rusa del XIX, Coetzee busca el drama en cada uno de los fragmentos orgánicos de sus obras; esa rara tensión que no permite decaer el interés del lector.
La edad de hierro, originalmente publicada en 1990, aunque aparecida en español doce años más tarde, vio la luz en México en su primera edición de bolsillo apenas el año pasado. La novela puede leerse como la historia de una enferma terminal, el soliloquio de una vieja dirigido a su hija ausente, el despertar de la conciencia de una anciana bóer ante las atrocidades del régimen sudafricano, perpetradas contra los inferiores o, final y principalmente, como una reflexión sobre la idea del tan loado progreso a ultranza, caiga quien caiga, cueste lo que cueste, esa en ocasiones oculta zanja, insondable y cenagosa, que sigue escindiendo el Primer Mundo del tercero, a veces hasta dentro de un mismo país.
La trama, como se ha adelantado, es simple; el tema, predecible; el resultado, contundente: la obra resiste la lectura de un anciano o un enfermo desahuciado o bien un activista político, también por cierto, la de un lector crítico, interesado en la pureza de la narración, su lisura, sin brincos ni truculencias que puedan distraerlo. Muda lección para tantos narradores en el mundo hispánico, que se apoyan en los datos y los acontecimientos del momento, buscando un peligroso maridaje con el periodismo, letra muerta antes de nacer –por aquello de lo efímero.
Con los medios más modestos y atemporales, sin hacer muchos aspavientos, Coetzee consigue comunicar el drama por medio de unos cuantos y vibrantes personajes: la señora Curren, condenada a morir en breve de un cáncer contra el que libra su segunda y final batalla; Vercueil, un hombre de color, más joven que ella pero ya decrépito por el alcohol; Florence, la mujer de la limpieza, madre a su vez de Bheki, uno de los dos mártires púberes en la novela, todos ellos marginados negros.
La gran ausencia –en realidad presencia que justifica el monólogo– es la de la hija de la anciana blanca, descendiente de holandeses, emigrada a Norteamérica, quien ha jurado no volver a pisar suelo sudafricano mientras siga campante el injusto sistema del apartheid. En forma de una larga carta, Coetzee legitima la razón de ser de su narrador y su narratario dentro de la ficción.
Novela desolada, que comienza con la noticia del inminente deceso de la enferma, convirtiéndose más tarde en un viaje de esperanza y reflexión. La señora Curren recoge a un vago de la calle, quien habrá de llegar al punto de darle calor con su propio cuerpo y con el de su perro. La inútil defensa de los jóvenes elementos subversivos lleva a la vieja a desafiar el mundo, enfrentando las fuerzas del orden, tanto civiles como militares, de esa nueva nación de espíritus decrépitos y retorcidos.
Toda una travesía, una evolución, el devenir del personaje narrador de este relato de gran aliento, trozo palpitante de vida, fruto de la labor de un hombre, J. M Coetzee, quien ha hallado y se ha apertrechado en uno de esos escasos bastiones que aún quedan, desde donde es posible contemplar el mundo, cantando sus glorias y sus innumerables miserias, su posición de modesto profesor universitario. Age of Iron, título que no podía resultar más revelador, pues hace alusión a esta edad férrea o de hierro que nos tocó en suerte vivir, donde las promesas en aras de un progreso para todos resultan siempre falaces.
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