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Georg Büchner o del silencio
A Edén Coronado
Versión neoyorquina de Woyzeck |
George Steiner ha señalado que una de las causas que determinan
la melancolía inherente a la existencia radica
en nuestra incapacidad para soportar el silencio. El filósofo
alemán sostiene incluso que estamos impedidos siquiera
de concebirlo: un zumbido perenne, que de hecho confundimos
con una afirmación de la vida, nos acompaña permanentemente
en nuestro tránsito por el mundo e impide por
completo la paz de nuestro ser. Para Steiner ese ruido de
fondo es la última reminiscencia del Big Bang originario:
aquel que explosionó la nada, configuró lo que entendemos
por universo y nos abandonó a nuestra merced dentro
de él sin más armas que el cuerpo y su conciencia, un puñado
de deseos siempre insatisfechos y, maldita sea, la capacidad
de atormentarnos con el pensamiento. Pensamos
entonces con la intención cándida de distraernos del ruido
blanco que simboliza la finitud de nuestra carne y lo hacedero
de nuestro raciocinio. Pero al pensar no hay entretenimiento
ni placebo, sino la afirmación involuntaria de
que el silencio, y con él la paz, es una quimera que subyuga.
Dibujo de Gerry Joe Weise |
En este sentido, la voz de Georg Büchner (1814-1837), la
impronta de su ideario concentrada en apenas un puñado
de textos, conforma un alegato contundente contra el
mundanal ruido, contra todo aquello que amenaza con desviarnos
de una búsqueda que, aunque de suyo infructuosa,
provee sentido y esencia. En apenas tres obras dramáticas,
una pieza narrativa y algunos otros escritos, el genio prematuro
de Goddelau nos legó una idea impostergable
antes de que lo arrasara el tifus a los veintitrés años: la escritura,
como efecto sublimado del pensamiento, debe
procurar, aunque sea efímeramente, ese silencio que según
Steiner nos ha sido vedado por nuestra situación en el cosmos.
La brevedad de sus trabajos, pero sobre todo la conflagración
de esa brevedad con las características de su
discurso estético, es en suma uno de los testimonios más
lúcidos y enérgicos que sobre la oposición entre ruido y
silencio se ha escrito en la literatura de Occidente. Porque
se sabe que, como pocas otras, la escritura de Büchner (su
dramaturgia en particular) es una escritura del intermedio,
en la que sus virtudes más trascendentes subyacen en la
apariencia y en la epidermis. No sólo por lo evidente, que
facilitaría el sofisma reductor de que lo valioso en Büchner,
en Woyzeck en específico, está dado a partir de su condición
de obra inacabada, interrumpida por el virus y la muerte.
En realidad, lo que el escritor alemán ha dejado como enseñanza
es más que una lección de pericia estética: en los
intersticios elocuentes de su obra, el lenguaje cumple la
misión de relatarnos a quienes, como lectores, asistimos a
la furiosa revelación de sus alcances. Hablan sus personajes
pero más que eso nos hablan, nos hacen ver que la proyección
de sus deseos, lo poco que de ellos se cumple y lo mucho
que se queda encarcelado en el lenguaje, es también
nuestra impotencia, nuestra ineptitud perenne para concretar
lo que expresamos como deseo o volición. La historia
de Woyzeck, el relato de su locura y su martirio, no es otra
versión más del amour fou. Antes señala lo que sabemos
pero que en nuestra cotidianidad pretendemos acallar
mediante la promesa, la esperanza o la franca simulación:
nuestras proyecciones y voluntades varias, nuestro ejercicio
concreto de amar de hecho, no implica en modo alguno
la perpetuación del deseo amoroso. Ningún amor, ni siquiera
el que Woyzeck le prodiga a María, está exento de su única
certeza: la caducidad, la finitud. Por más que lo hablemos,
por más que lo plasmemos en lenguaje, el amor ha de acabarse,
la persona amada un día no ha de serlo más –allí la
vacuidad en el postcoito, como señala Steiner también. Y
como en el amor, la existencia: nada más verdadero que
la conciencia de que al final todo será de los gusanos. Y
como ambas, el silencio: acaso el único real será el de
los sepulcros, pero mediante la voz, el ruido y
el lenguaje pretendemos evadir el hecho
de que, cuando lo ganemos, perderemos
todo cuanto nos es caro y, esencialmente,
vivo.
Es así como hay que acercarse
al teatro de Büchner, a poco menos
de dos siglos de su desaparición
física: desde la certeza de
posarse en una obra que nos señaló,
con la poesía devastadora de
las grandes revelaciones, las paradojas
esenciales que vinculan el
ruido con el silencio, la mortandad
con la existencia.
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