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Oasis (I DE II)
No se hablará aquí de la banda rockera comandada por los muy presuntuosos y bastante peleoneros hermanos Gallagher, que alguna vez se aventaron la peregrinísima puntada de señalarse a sí mismos como los sucesores de The Beatles y y que, presumiblemente, nombraron Oasis a su grupo queriendo decir con ello que, en un desierto musical, ellos representaban la única fuente disponible de agua fresca. Se hablará, más bien con brevedad en cada caso, de un verdadero oasis: el que representan hoy cinco filmes de la escueta treintena que ofrece la cartelera cinematográfica.
No quiero dormir solo (Hei yan quan, Tsai Ming-liang, Taiwán-Malasia-China-Francia-Austria, 2006). Con guión del propio director, esta es decididamente una de esas cintas que le darían una güeva infinita a todo aquel cineespectador habituado a exigir espectacularidad en la imagen y vértigo en el ritmo narrativo, así como una serie interminable de acontecimientos-límite, es decir, aquellos que en teoría debieran mantener capturada la atención desde arriba o, dicho de otro modo, a partir de un siempre falso riesgo de que el hilo de la trama se troce o se trastoque, verbigracia las incontables ocasiones en las que un héroe en una cinta heroica está “en peligro de muerte”, cuando Todomundo sabe que el interfecto llegará perfectamente vivo hasta el final. Antípoda a dichos maniqueísmos, No quiero dormir solo cuenta, sin verborrea ni grandilocuencia, la historia a ras de suelo de un menesteroso hombre solitario que ha sufrido una golpiza a manos de un grupo de desconocidos, y que es rescatado y cuidado por otro desconocido que no ha visto en él sino a un ser humano necesitado de atención, si bien más adelante, y al igual que una mujer que habita el mismo barrio, comienza a tratarlo como un literal objeto de deseo. Atenta y minuciosa hasta lograr un elevado nivel estético, la mirada de Ming-liang se detiene sin prisa en los espacios, los rostros y el movimiento de los cuerpos de sus personajes, haciendo que éstos y otros elementos –como el silencio y la luz, de manera preponderante--, cumplan un papel semántico fundamental. De una extraña manera, el director consigue que de la rudeza y la elementalidad del deseo manifestado sin subterfugios ni elegancia, brote la ternura.
Cartel de El gran silencio |
En el gran silencio ( Die Grosse Stille, Philip Gröning, Alemania, 2005). En 1989, Gröning solicitó de las autoridades de un monasterio cartujo el permiso para filmar la vida que ahí se lleva. Dieciséis años más tarde, cuando muy probablemente el director había perdido ya toda esperanza, le fue concedida la autorización, con una condicionante de cumplimiento ineludible: bajo ninguna circunstancia el hecho de filmar alteraría las costumbres de los habitantes del monasterio. A Gröning no debió resultarle difícil cumplir dicha restricción, ya que su cometido era, precisamente, plasmar en cinta la rutina de los monjes, cuya principal característica es el voto de silencio. Medio año permanecieron ahí Gröning y su equipo; lapso suficiente para captar, con la misma morosidad con la que el tiempo sabe desplegarse, los ritmos y los ciclos de una colectividad convocada por la fe y por una fuerza de voluntad impresionante. Necesariamente minimalista y, a partir de esa condición, capaz de transmitir una belleza difícilmente descriptible, En el gran silencio habla, con una elocuencia inusual, de la fugacísima condición del tránsito humano en este mundo.
Una dama sin pudor (Irina Palm, Sam Garbaski, Inglaterra, 2007). El primer acierto de este filme, al menos desde el punto de vista de quien no reside en algún país del primer mundo, consiste en hacerse eco de una realidad que Muchagente daría por ficticia si, precisamente, proviene de ese primer mundo. Pero allá, como aquí, hay desempleo; allá, como aquí, una mujer con más de cinco décadas de vida no es considerada capaz de desempeñar un oficio, y allá como aquí las personas tienen que ingeniárselas para obtener dinero, por más que esa necesidad de la que nadie escapa se confronte con una o más consideraciones de tipo moral. El título que le han puesto en español es una verdadera desgracia, de modo que mejor piénsese en una traducción literal, “la palma de Irina”, donde Irina es el personaje principal y la suave y sabia palma de su mano, es artífice de una historia que, a punto de pecar de complaciente, no alcanzó a perder realismo, sobre todo en virtud del proceso psicológico-emocional que la protagonista vive a partir de su nuevo e inusual empleo.
(Continuará) |