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Hugo Gutiérrez Vega
ANDAR EN QUERÉTARO
En cada calle, en cada plaza, en las callejuelas nocturnas y en las puertas y ventanas cerradas como si se quisiese ocultar algo, se nos echa encima una ciudad que ha sido escenario de momentos históricos del país. Todas las noches el coronel Miguel López señala la brecha por la que pueden entrar los soldados de la República. Todas las madrugadas el archiduque enfermo de disentería es llevado al Cerro de las Campanas y ejecutado junto con los generales que le permanecieron fieles hasta el fin del Imperio. Todas las tardes Juárez pasea parsimoniosamente por las calles que llevan su nombre y piensa en el significado y en el sentido de la nación. Los domingos pasea Venustiano Carranza en coche descubierto y en el Teatro de la República se abren las compuertas de la elocuencia más desmesurada. De repente nos detenemos ante una placa devorada por el tiempo y, entre las grietas, alcanzamos a enterarnos de que en ese lugar se ratificaron los tratados de Guadalupe Hidalgo, merced a los cuales perdimos el setenta por ciento del territorio que pasó a las manos de los gringos. La memoria de Santa Anna nos pega en el rostro. Algo parecido sucede con los fantasmas de Díaz Ordaz, Echeverría, Salinas y Fox. Todos ellos han sabido dañar a la República y abofetear en pleno semblante a la nación.
El sitio duró días y más días. Miramón lo rompió varias veces para recoger vituallas y, en una de sus correrías, se percató de que los soldados de Sóstenes Rocha tenían el fusil de repetición. El emperador escuchó y salió corriendo rumbo a su refugio para la cagalera. Más tarde murió dignamente.
La Corregidora envía señales a los insurgentes y el correo sale rumbo a San Miguel el Grande. Antes de eso, en la tertulia, pan de huevo y chocolate, se conspiraba y se abrían las rendijas a un vientecillo que traía un lejano olor a libertad.
Tanta historia encerrada en el centro de la ciudad (la nueva y no muy halagüeña historia se extiende por antiguos bosques, colinas que han perdido su honesto nombre y cerros pelados que producen el dinero que hace sudar de ambición las manos de los fraccionadores). Olvidemos por un momento tanta y tan ramplona modernidad y dejemos que nos inunden el barroco del centro, los altares dorados de Santa Clara, el delirio geométrico y la torre-minarete (o testimonio de admiración por la arquitectura de mitteleuropa) de Santa Rosa (en su sacristía, iluminada por un foco mosqueado, se muestran los labios y los ojos –sorprendidos o resignados– de la monja que pasea todas las noches por los corredores del Beaterio). La casa de la marquesa muestra sus esplendores moriscos y en los patios de San Agustín y de San Francisco contrastan la austeridad con el florido esoterismo. Así está hecha esta ciudad prodigiosa, sus contrastes son inacabables y sus contradicciones irreductibles. Algo de esa atmósfera cargada de historia y de bellezas flota en el alma de muchos de sus habitantes. Por eso, como decía López Velarde, se encuentran en la calle y “se odian de buena fe, jacobinos de la era terciaria y católicos de Pedro el ermitaño”. De momento, el eremita belicoso lleva las riendas y sus prejuicios permean todo el cuerpo social. Sin embargo, los jacobinos encontramos espacio para exponer nuestras ideas. Hay una luna enorme sobre la torre de Santa Rosa. La ciudad está callada, pero se escucha el rumor de las abejas de la noche.
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