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Felipe Garrido
Hermanos
Cuando don Atanasio Argúndez y Ávila, aquel juez que creía más en la justicia que en las leyes, supo que Víctor Hugo y Alejandro habían muerto en alguna ciudad de la Costa –él no las conocía; no le gustaba salir de la isla–, estaba componiendo un poema a la dulce Rita. “De junco y capulí” acababa de escribir, y se había sentido incómodo porque esas palabras ya las había leído en algún lado. Antes de que pudiera cambiarlas, le llegó la noticia y sintió que un peso enorme bajaba sobre su espíritu atribulado y que ya no podría seguir escribiendo. Recordó tardes que había pasado con sus hermanos; alguno jugaba a que era una mujer enloquecida por la soledad o un ejecutivo enloquecido por el poder, y el otro decía cosas como “abro enormemente los párpados y abarco toda la luz; el sol me enciende las venas de los ojos...” También jugaban a esconderse. Muy bien se habían escondido ahora, dijo don Atanasio, y sintió cómo la sombra bajaba sobre su alma. |