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Tristeza
Escribo estas líneas ajeno hoy, hace una semana, a lo que
hay afuera, en el mundo. Aunque a la hora de su publicación
parezca algo extemporáneo, y aunque este escribidor sospecha
que a la mayor parte de la gente de este pobre país
el asunto no le cause dolor, yo quiero dejar claro que hoy,
que escribo esto y después todavía hoy, que lees lo que escribí,
la tristeza pesa. Ayer, con minúsculo intervalo entre
una y otra, se sucedieron dos muertes que nos golpean
el costado, nos dejan estupefactos primero y así, tan tristes
después. Son dos muertes para que las lloremos largo aunque
a sus dueños, en vida, poco les hubiera gustado este
atropello de los sentimientos. Cuando se muere un escritor,
el mundo pierde, queda herido y no le es fácil recuperarse,
aunque ni se dé cuenta y aunque termine por creer que
se recupera y ya. Cuando se mueren dos al unísono el cataclismo
es mayúsculo. A uno lo desgastó la leucemia. Al otro
lo devoró el cáncer. Con ambos me siento hermanado por
el amor a los libros, porque como ellos nunca deberé perder
la capacidad de asombro y maravilla, y porque, como ellos,
detesto a los recalcitrantes, pero un poco más a los de derechas
que hoy creen saberlo y tenerlo todo. No conocí a
Víctor Hugo Rascón excepto por algún recado que alguna
vez tuvo la gentileza de remitirme a propósito de algún
trámite relacionado con la Sogem. Respeté su trabajo
literario, su dramaturgia, y tal vez me sentí más cerca de él,
como digo, en lo político. A su trayectoria, su actitud ante
el oprobio, su mesura con los bobos políticos, rindo un sentido,
humilde homenaje.
Ilustración de
Juan G. Puga
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A Alejandro Aura lo perdí más de cerca. No hace mucho
que esta columna se hizo cargo de su viejo quehacer en
televisión, y también de su blog de internet en donde
siguió escribiendo hasta estar apenas a un paso, a
unas horas del último de sus peldaños. Eso se llama
tozudez, vocación, disciplina o simplemente cariño
por la escritura, chingao. Ése era Alejandro, vivaz
hasta la muerte, como lo retrata María Cortina: “Alejandro
Aura, el que abrió las puertas de las calles de
Ciudad de México para que se fueran acomodando
en ellas una escultura, un canto, un libro, una obra
de teatro, un viejo amor. Alejandro Aura, el amigo
entrañable, el creador de las mejores carnitas
michoacanas en pleno Madrid, el mejor bebedor
de mezcal, uno de los seres más versados
en cuestiones de vivir.” Alguna vez estreché su
mano flaca y nerviosa en ese bar que tuvo en
Coyoacán. Luego, después de mucho tiempo,
ya en últimas fechas, nos carteamos algo.
Hace poco me envió por intermedio
de Enrique Ceja su poemario Se está tan
bien aquí, y yo le contesté con los Hijos
de la clepsidra. Me hubiera gustado
que leyera Savia, pero temo que
mis cuentos aterrizaron demasiado
tarde. Suelo llegar, como ya he dicho
alguna vez, tarde a las cosas
importantes de mi vida. Intercambiamos
algunas cartas que
inevitablemente ahora quiero
atesorar más.
El hueco que dejan Víctor y Alejandro
es el de un espacio irrecuperable
de la sensibilidad y la inteligencia.
Nadie va a sustituirlos, nadie va a poder escribir como
ellos, nadie dirá ya las cosas que ellos dijeron. La burda derecha
recalcitrante que nos invadió desde hace ya buen
rato puede estar tranquila: dos de sus más lúcidos críticos
ya no están aquí para incomodarle la nimia conciencia con
las inmisericordes puyas de sus filosos ingenios. Dos de
los más arteros promotores de la literatura y las artes, o sea
dos de los más aguerridos constructores de nuestra cultura
acaban de morir. Muchos debemos seguir sus brillantes
ejemplos de trabajo denodado en pos de un patrimonio
cultural y literario que podamos seguir llamando
nuestro. Se lo debemos, es nuestra responsabilidad
para podernos ver en el espejo y ser capaces de musitar
tres sílabas: decencia. Y para cerrar esta columna
que hoy se fue por la tangente de esta tristeza dura
y lacerante, dejo una de las últimas frases de Alejandro,
escrita un par de días antes de morir:
“Con lo que aprovecho para desearles buen
domingo. Que les dé sabroso el sol y que tengan
brisa para refrescarse.”
Salucita, don Víctor. Salucita, Alejandro.
Siempre que pondere una encendida
mandarina, los frescos limones, los
chicharrones y moles de nuestra tierra,
volveré a pensar en ti. A tu salud,
este mezcal de pechuga del mercado
de Oaxaca. Y que ruede, por qué no,
alguna lágrima escurridiza, carajo,
que no es sino producto de esta lápida
de genuina pesadumbre que
magulla el plexo. La felicidad, hoy, salió perdiendo.
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