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Verónica Murguía
El útero vagabundo
En estos días de agrias discusiones acerca de la despenalización del aborto, he comprobado con tristeza que la Iglesia sigue siendo la institución despreciadora de la ciencia que ha perseguido a lo largo de los siglos a quienes no se someten a sus dictados. Qué bueno que los prelados ya no pueden quemar gente en la plaza.
Aclaro que no me refiero a Cristo y su luminoso mensaje. En los Evangelios, Cristo desafía repetidas veces los tabúes de polución de la religión judía, como cuando curó a la hemorroísa. Según los Evangelios esta mujer padeció un sangrado de doce años, hasta que movida por su fe, tocó el manto del Mesías. No fue cualquier cosa: según la ley hebraica, un rabino no puede tocar o ser tocado por una mujer menstruante, so pena de polución. Esta pobre llevaba doce años sangrando; su contacto debía representar un mal muy virulento. Soberano, Cristo la bendijo: "Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y seas curada de tu mal" (Marcos 5, 34). Acto seguido, incólume, Jesús resucitó a la hija de Jairo.
Pero sabemos que quienes hablan en su nombre no intentan seguir sus enseñanzas, y menos cuando se trata de mujeres. Escuchar al cardenal Rivera amenazar con excomuniones y ¡violencia! a quienes están por la despenalización, es muy vergonzoso.
A cualquiera que haya leído alguna vez el texto de una excomunión, le apenará constatar cómo el cardenal no duda en amenazar con este conjunto de maldiciones a quienes deciden apoyar a mujeres en el trance de un aborto.
Nadie aborta por gusto; la imagen de aquellas que en esa situación deciden terminar el embarazo introduciéndose un gancho de ropa o una aguja de tejer en el útero resulta escalofriante. El destino de los niños no deseados también es terrible.
Sospecho que además de la idea del derecho del feto –que ya formado cuenta, por supuesto, con la protección de la ley–, lo que está en juego es la autoridad tanto de la Iglesia como de la sociedad sobre el cuerpo femenino. Quien se asome a la historia del catolicismo comprobará cómo la potestad de la Iglesia fue creciendo desde sus orígenes hasta desembocar durante el Renacimiento en el Malleus Maleficarum, ese misógino, pues se quemaron muchas más brujas que brujos, manual de tortura.
La idea del cuerpo femenino sólo como recipiente de la capacidad reproductiva masculina, recorre la cultura occidental como una víbora. William de Auvergne (siglo xiii) consignó por escrito la idea de que el cuerpo femenino, tan excitable, podía ser preñado por el viento, como las yeguas legendarias de la Antigüedad, o por diablos, como en el caso de los hunos, dizque descendientes de los demonios. Para De Auvergne, los hijos de estas extrañas uniones eran "salvables", aunque las madres estuvieran más allá de la redención. Como ahora.
La ausencia de pruebas científicas para definir sus posturas tampoco es obstáculo para los dirigentes eclesiásticos modernos; bien sabemos que toda a investigación científica que se aplique a la concepción ha estado siempre estigmatizada.
Fue hace poco que la Iglesia pidió perdón a Galileo, a los musulmanes hostigados por las Cruzadas, a las inocentes quemadas por brujería o por judaizantes. ¿Cuántos siglos deben pasar para que la Iglesia reconsidere las posturas que adopta ahora?
Con plácida certidumbre, San Alberto Magno (siglo XII) advertía en su libro, Los secretos de las mujeres, sobre los peligros que el cuerpo femenino entrañaba para la salvación del alma, sobre todo porque el útero, según la idea de la época, heredada de los griegos, iba por todo el cuerpo trastornando a las señoras.
En un manual médico del siglo X, los historiadores encontraron este exorcismo para úteros: "Te conjuro, útero, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, quien caminó por el agua y no se mojó los pies, que curó a los enfermos y arrojó a los demonios, por cuya sangre hemos sido salvados, te conjuro para que ya no perjudiques a esta sierva de Dios [aquí va el nombre de la enferma] a que no te aferres a su cabeza, cuello, garganta, oídos, dientes, ojos, nariz, corazón, estómago, hígado, páncreas, riñones, espalda, vejiga, muslos, piernas, pies, y que te quedes quieto en el lugar donde Dios te puso, para que esta sierva de Dios pueda ser curada."
Yo no sé, entonces y ahora, quién necesitará más el exorcismo: el útero vagabundo de la mujer o el corazón inflexible de quien la condena a hacerse un aborto sin asistencia profesional.
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