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Hugo Gutiérrez Vega
CARTAGENA, DE EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ (III DE V)
En Cartagena, intenta Alejandro curar su mal de amores. La soledad, los martinis y las fuertes murallas debían calmar los dolores y concitar al olvido. De poco sirvió el decadente Hotel Bolívar y su cocina polvosa y grisácea, pero las calles, los baluartes, las casas solariegas, las iglesias barrocas y todo lo caribeño de la ciudad deslumbraron al narrador que, para nuestra fortuna, sabe comunicarnos sus deslumbramientos. Ahí, en el eje de las fortalezas construidas por el imperio español en el llamado seno mexicano, se siente toda la historia antillana y se perciben sus olores de ron, azúcar, café, plátanos, jenjibre, esclavitud, mezcla extrema de razas, lenguas y culturas, carnes de mulatas palesianas ondeando sus perfectas grupas en la danza sagrada bajo la luna de Walcott que muere en Santa Lucía, Cartagena, San Juan Bautista, Panamá, Santo Domingo, La Habana, Veracruz, Campeche, Champotón... el mar de los piratas... el imperio español carcomido, gotoso, esperpéntico, y el nuevo imperio del norte más negociante que puritano, más autoritario que tolerante... Por esas aguas navegan las tres mujeres (Mónica sube hasta Battery Park y recorre los secretos de la gran manzana) y su hombre está cada vez más débil, más necesitado de martinis y de escapatorias. Necesitado de la fuerza de una mujer lópezvelardiana: "y aunque en vórtice de abismo/ tu pelo se desmadeja,/ todavía con brazo fuerte/ y en caída acelerada/ sostienes a tu pareja", necesitado, idealmente, de las mujeres que han pautado su vida y testimoniado su decadencia y caída y sus sorprendentes resurrecciones.
En Cartagena habla con Obregón, el pintor de los soliloquios que no quiere darse los lujos de una inteligencia dañina para la sensibilidad desnuda y espontánea. Una inteligencia engendradora de perversidades que nace en el seno de las mismas palabras. "Oh, inteligencia, soledad en llamas,/ que todo lo concibe sin crearlo", decía Gorostiza en su Muerte sin fin. En este capítulo me llamó la atención su teoría sobre los "escritores de conducta", especialmente García Márquez.
El fantasma del cáncer se hace patente en la novela y se lanza contra Mónica. La quimioterapia, el cabello perdido, los horrendos efectos secundarios, las pelucas, el deseo de vivir a pesar del cansancio y la desesperanza, las mejorías, el papel jugado por la relación con Alejandro en su empeoramiento o en su recuperación. En fin... el poderoso "accidente" agitando sus alas agoreras, destruyendo células con su minuciosidad de relojero.
El tema de la violencia en Colombia –y en general en Iberoamérica– es objeto de las reflexiones de Alejandro y el pintor desordenado. Una violencia que viene de lejos: los sacrificios humanos en Mesoamérica, los próceres descuartizados por los crueles imperialismos, la violencia que engendra la poderosa subcultura de la droga, la miseria de siglos y las acumuladas injusticias.
Uno de los momentos de más contenido lírico es el despertar de Teresa al lado de Alejandro la primera noche que durmieron juntos. Esta circunstancia, aparentemente trivial, con lagañas, ojos semicerrados, pelo planchado o revuelto por la almohada, los perfumes del sexo, el mal aliento mañanero, adquiere una importancia casi dramática en los amores subrepticios y confirma su paso hacia la seriedad de una relación en la que se comparte algo más que las copas en el bar penumbroso, algo más que un par de horas vespertinas en el hotel de paso. Teresa contempla el sueño de su amante en su propia cama y rodeado de sus objetos emblemáticos. Desde ese momento, algo vagamente conyugal comienza a consolidarse y a dañar la relación, el affair inicia su singladura y se enfrenta a los embates del viento y del agua. No olvidemos que Alejandro es un nadador asiduo. Recordemos la pálida mañana inicial de la novela y su periplo natatorio, otra vez aparentemente trivial, pero tan importante como los pasos cotidianos del Ulises de Joyce, con su olor a riñones asados en el desayuno cerca de la cama revuelta y de la ventana entreabierta a los grises dublinenses. En la mañana semimarital con la aristócrata, llena de mementos, bibelots venidos de Europa y fotos hispánicas bigotonas y solemnes, la muerte –otra vez el cáncer– asoma sus narices violáceas y dice su aquí estoy en la depresión melancólica del colchón en el que agonizó el "montoncito de huesos" en que se había convertido el padre de Teresa, regresado al encogimiento fetal por el dolor y, sobre todo, por el miedo a la llegada o al aumento del dolor.
(Continuará)
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