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Albert Ràfols-Casamada
Recuerdos y enseñanzas de Joan Miró
Foto: Man Ray, Joan Miró, 1930 |
Una de las grandes enseñanzas de Joan Miró fue para mí sobre todo entender la ordenación cromática del cuadro. Austeridad y sutileza conviven en sus cuadros. Simplicidad, pureza, alejamiento de todo artificio, de cualquier retórica destinada a embellecer algo que no busca el tipo de belleza que puede proporcionar el ordenamiento, el afeite, el relucir de la superficie. Una belleza en profundidad; la belleza de lo sutil, de lo secreto, del intervalo de silencio, entre línea y línea, entre espacio y espacio. Es, seguramente, esta sutileza y finura del color lo que da belleza al conjunto total de su pintura. Recuerdo con asombro la exposición de Miró en Galería Maeght de Barcelona en 1975, a la que Miró nos invitó, un grupo de artistas jóvenes. Me sorprendió volver a ver sus telas antiguas, en especial la célebre mesa (bodegón con conejo y gallo) del año 20 ¡Qué tela! Fue interesante ver una tela tan acabada. Hay una coherencia total entre idea (o concepto) y realización. Está claro que esa coherencia es lo que cuenta, lo que hace que el cuadro esté acabado. Ese día, Miró me explicaba la coherencia entre idea y tratamiento dentro de un cuadro, y que estando mucho más esbozadas, como obra, están también plenamente acabadas. Decía Miró: "Lo que pasa es que es un acabado que no se nota tanto, es un acabado que disimula."
Hay en toda la obra de Miró una gran riqueza de matices, pero al mismo tiempo una sabia contundencia en la definición de la abstracción y los espacios. Manchas de color que definen las formas, sin interferirse, sin perder nunca su identidad. En algunos casos las tonalidades son próximas, en otros casos distantes, pero nunca contradictorias. Son presencias que determinan formas. Miró creó una obra profundamente inventiva y libre dentro de la pintura moderna. Una pintura en la que se plantean problemas constantemente, tanto de concepto como de técnica y de lenguaje, y en la cual va abriendo y desbrozando una serie de caminos que serán seguidos, más tarde, por infinidad de artistas.
En su obra hay siempre armonía, incluso cuando aparece alguna asonancia, alguna tonalidad a primera vista discrepante. Pero pronto nos damos cuenta de que no hay discrepancia, sino que esta nota más intensa es el acento que da fuerza a toda la armonía. Sin embargo, es un recurso que no utiliza con frecuencia. La fuerza de sus composiciones se centra en la justeza de tonos y valores, en el poder de los azules, en la luminosidad de los blancos, nunca estridentes, y en la densidad de los sienas y los rojizos.
Su trabajo nos enseñanza a valorar lo casi insignificante, a descubrir la poesía que puede hallar la mirada en el simple juego de relaciones de color, de formas, de espacios llenos y vacíos. La poesía que puede hallar en el simple juego del pincel sobre la rugosa superficie de la tela. Creo que la gran lección de Miró es esta: decir aquí está la pintura con toda su fuerza y su delicadeza, su misterio y su simplicidad, su riqueza y su pobreza, su espíritu y su materia. Esta es la verdad que Joan Miró nos deja como legado, la profunda verdad del arte, un arte como el suyo que no necesita grandes gestos para ser elocuente, para emocionarnos, pues su pintura está llena de emoción, tiene el temblor de las cosas vivas, las cosas que tienen alma. Ese circular del aire por la pintura es una de las cosas que más nos enseñó Miró. Antoni Tàpies, Josep Guinovart y yo lo hemos entendido de diversas formas, cada uno lo ha explicado y aplicado a su pintura. Una lección grandiosa de humildad y sencillez de nuestro amado Miró.
Cada cuadro de Miró es un micromundo, y alguien dispuesto a mirar puede ver mucho. Sin embargo, si uno conoce la trayectoria del pintor lo ve de otra manera. Quien quiera comprender la evolución de Miró debería recorrer su Fundación, que cuenta con obras bien escogidas de todas las épocas, y al final observar sus últimos lienzos como la culminación de esa trayectoria que se va depurando y sintetizando, pero que mantienen el mismo mundo y obsesiones. En los últimos años, Miró trabajaba a partir de lo que llamaba un accidente. A menudo era algo que veía en la tela, que casi veía únicamente él; una manchita, por ejemplo. A partir de eso, su imaginación se ponía a trabajar. Era un azar controlado. En sus cuadros hay algo de azar, pero mucho control. Él decía que las pinturas debían concebirse con alma de fuego y realizarse con espíritu clínico, con gran purismo.
Su obra es muy rupturista, muy chocante para quien no tenga una mínima formación sobre arte contemporáneo. No obstante, la mejor idea para acercarse al arte contemporáneo es ponerse delante del cuadro, sin ideas previas, y esperar que el cuadro te hable.
Una de las últimas veces que lo vi fue en 1978, en su retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Madrid, organizada con motivo de su ochenta y cinco aniversario. Fue un acto sorprendente. Emocionaba ver a aquel gran pintor, ya viejecito, pasar, un poco aturdido, entre sus pinturas, rodeado de fotógrafos y de toda clase de gente. Toda una vida de trabajo en aquellas paredes, de "divina locura". Locura que ha sido constantemente un canto y una invitación a la libertad. Me gustó y me sigue gustando mucho volver a ver aquellas obras del 23, del 25, del 27 que tanto admiro.
Miró fue y es un poeta que pintó con una intensidad casi oriental. Sus grafismos, su caligrafía visual, más que la geometría, adquieren vida autónoma, transfigurados en ensoñaciones enraizadas en la vieja tradición rural, terrestre, y responden a un primitivo panteísmo de los orígenes. Pintor, escultor, ceramista, insobornable mitómano de escenas oníricas Jocs dinfants, por ejemplo. De él aprendí que el artista se calibra por su creatividad y la incorruptible libertad que sólo se obtiene a través de del arte, del gran arte. La sensibilidad sometida a la disciplina, a las convicciones, a los principios. Joan Miró es el artista del siglo XXI.
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