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Sarah Kane: notas aisladas para una transmutación
Es Londres, el siglo se extingue y una mujer es compelida a escribir, durante todas las madrugadas de un mes insomne, el registro dramático de su resistencia a la fatalidad. Los médicos, que tanto saben pero que tan poco conocen, han pronosticado que el potro al que se ha atado está por desbocarse. Nada queda salvo la espera, el preludio de un quebranto previsible e inminente.
Pero ello a la mujer le importa nada, inmersa como está en descifrar la multitud de alaridos que pueblan su piel y que la cimbran, ganándola para la vigilia, todas las noches a la misma hora. Un cuatro seguido por otro cuatro y por un ocho parpadean bermellones señalando una cita que no puede eludirse: la que enfrenta a la materia de su poesía con la constricción del lenguaje. Una batalla contenida en otra batalla: la que la mujer libra contra el tiempo. Hay que escribir a contrapaso del cuerpo y de la mente, hay que dar con la poética última del vértigo. Hay que hacer del drama la radiografía precisa de lo inestable.
Al cabo de ese mes, de la culminación de un texto teatral y de un par de reclusiones en el hospital, Sarah Kane desanuda los cordones de sus zapatos y socava con ellos lo único que su teatro no podrá socavar.
Escena de Blasted Foto: Linn Pedersen, cortesía de www.bergenprosjekttater.no |
No, el teatro de Sarah Kane no es violento. La violencia entraña la trasgresión de un código moral, y el teatro de Kane es amoral por naturaleza. Su crudeza, las acciones que se proponen dentro de su logos y que a nosotros nos parecen brutales, no conocen de motivaciones escandalizantes en tanto que fueron concebidas, ya se ha dicho, desde una poética del vértigo, y en ella los eventos dramáticos no buscan crear significados desde una perspectiva psicologista o social, sino señalar la intensidad con la que el ser humano se estrella, una y otra vez, contra la tapia granítica de sus instintos. Y que en esos instintos suela alojarse la forma más pura de violencia es un asunto nuestro, no del teatro de Kane. Si en el teatro de Kane un sesentón induce a una retrasada mental a una práctica sexual atípica (Blasted, 1995), o si un pederasta expone detalladamente su modus operandi (Crave, 1998), estamos ante las expresiones de una moralidad despojada de toda condena apriorística, que vislumbra su ejercicio como su propia forma de redención. Tal y como sucede, por ejemplo, con el fusilero Woyzeck y su arrebato homicida, o con la espiral de venganzas entre las huestes de Titus Andronicus y Tamora. No es casual, desde luego, que Sarah Kane, antes de acometer la escritura escénica, haya puesto en escena a Büchner y actuado a Shakespeare, con lo que de alguna manera se concuerda con la idea de que Sarah Kane, en la forma de abordar esa radicalidad en su escritura, está más próxima a los clásicos que a muchos de sus contemporáneos. La perturbación que nos invade al encarar esta escritura se materializa cuando verificamos, compareciendo al escenario, el pathos enclaustrado en el sótano de nuestras pulsiones.
El teatro de Sarah Kane es la cicatriz visible de un yo fragmentado, la sintomatología hecha drama de un paisaje mental.
El teatro de Sarah Kane no es un teatro del carácter. Es un teatro del temperamento, que dramaturgiza y vuelve material de escenario el milagro de su vacuidad.
Una mujer redacta la hoja de vida de un heterónimo (Marie Kelvedon, groupie de la banda de rock Manic Streets Preachers, dueña de un gato llamado Grotowski) que firma una de sus obras a punto de estrenarse en cartelera. No la mueve el deseo de esconderse; su obra ha sido expuesta y comentada, y la impronta de su estilo ha de reconocerse sin demasiados contratiempos una vez que las luces de sala se difuminen y marquen el inicio del convivio teatral.
La mujer ha de suponer, acaso, que en la construcción de una biografía apócrifa radica el distanciamiento necesario para volcar una mirada renovadora sobre su propia persona poética. No es que haya perdido, en alguna estación de su periplo, el control sobre su creación. Pareciera más, en todo caso, que la revelación furiosa de los alcances de su escritura la ha deslumbrado con la misma intensidad con que ha deslumbrado a quienes, directa o indirectamente, han sido convidados a su teatro.
Acaso la mujer se esté preparando para entrar de lleno en el proceso definitivo de su transmutación: la que fundirá, de una vez y para siempre, el recuerdo con la desmemoria.
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