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UN EJERCICIO DE GÉNERO (I DE II)
Aunque no faltan ejemplos, el cine de terror no es de ningún modo uno de los más favorecidos en México, y precisamente esa condición insólita ha originado en torno a Kilómetro 31 una expectativa algo mayor que la acostumbrada cuando se trata del estreno de una cinta nacional, incluso desde antes de que terminara su rodaje.
De manera inevitable, este nuevo ejercicio de género trae a la memoria los de verdad escasos momentos dignos de encomio con que al respecto contamos, así como las muy lamentables muestras de cómo no se hace una película de terror. Muestras de las cuales, hace no mucho tiempo, Televisa produjo y espetó por lo menos un par a un público desprevenido al que se le vendía el oropel deleble de películas definitivamente malísimas, pero eso sí, protagonizadas por el actor/la actriz puestos de moda por alguna telenovela en turno –por ejemplo, ese gran histrión llamado Pedro Fernández, la indescriptible Gaby Rufo y otros igual de talentosos.
COMO EN UN PRINCIPIO
Repetitivas, trilladas, exprimidas, hiperutilizadas, las tramas susceptibles de ser abordadas en este género cinematográfico son, si uno se pone a revisar, bastante escasas. Por lo regular todo consiste, con variaciones más o menos perceptibles, en el siguiente esquema: la preparación del terreno para instalar en la mente la sensación de una presencia ominosa; la aparición, de preferencia subrepticia, de dicha presencia; la comisión de uno o más actos violentos que corren a cargo de tal presencia, en contra de quien o quienes experimentaron al principio la sensación de que alguna amenaza se volcaba sobre él o ellos; y finalmente la eliminación, total o parcial, de las posibilidades de dicha presencia para seguir haciendo daño a ese él o esos ellos.
Foto: Jesus Villaseca/archivo La Jornada |
No importa qué tan extremo sea el retorcimiento aplicado la estructura descrita, ni el grado de sofisticación e inclusive de barroquismo al que se lleven el contexto, la ambientación general y los escenarios; ni tampoco lo novedosas que quieran presentarse las personalidades y el modo de encarar las amenazas del o los protagonistas de la película; no importa nada de esto: una película de terror, buena o mala, es prácticamente incapaz de eludir un formato sin el cual pertenecería a otro género.
...AHORA Y SIEMPRE
Setenta y tres años más tarde, Kilómetro 31 vuelve al tema de la que aparece registrada como la primera cinta mexicana de terror: La llorona (1933), dirigida por el cubano Ramón Peón, en lo que fue su debut como realizador en México. Tal como ahora, en aquel entonces la recurrencia a ciertos temas y géneros obedecía a una combinación entre los gustos del realizador y el deseo de lograr cintas exitosas, aunque, aparentemente, hace siete décadas el terror constituía un filón más afín a las preferencias cineastas o más confiable en términos de recuperación económica, a juzgar por la continuidad evidente al hacer una rápida revisión: El fantasma del convento (1934), de Fernando de Fuentes, Dos monjes (1934), de Juan Bustillo Oro --aunque muchos no la consideran de terror; por ejemplo García Riera la define como "una historia romántica", pero gente como Breton la volvió cinta de culto y otros más la alineaban en el expresionismo. Al año siguiente, el mismo Bustillo Oro filmó El misterio del rostro pálido (1935).
Poco más de dos décadas después aparece, para volverse indeleble, la imagen de Germán Robles como el Drácula mexicano en El vampiro y El ataúd del vampiro, ambas de 1957, dirigidas por Fernando Méndez. En ese mismo año se estrenó La momia azteca, a cargo de Rafael Portillo, cándida y elemental, aunque eso no la haga peor que muchos bodrios hollywoodenses recientes de tema similar. Al año siguiente Méndez filmó Misterios de ultratumba, con el inefable Gastón Santos en el papel principal, y en 1959 René Cardona hizo el no-remake de la mencionada La llorona.
Junto a Fernando Méndez, Carlos Enrique Taboada es sin duda el cineasta más consistente y eficaz en materia de cine de horror mexicano. Sus cintas Hasta el viento tiene miedo (1967), El libro de piedra (1968) y Más negro que la noche (1974) aún constituyen referentes en plena vigencia; no tanto así Vagabundo en la lluvia (1968), y la póstuma Veneno para las hadas, que filmó hasta 1984.
Al año siguiente y siete antes de su deceso, un muy veterano Luis Alcoriza dirigió, a medio camino entre terror y suspenso, Terror y encajes negros (1985), con Claudio Obregón en el papel de un asesino/obseso/fetichista bastante memorable.
(Continuará)
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