Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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Hugo Gutiérrez Vega
DOS RETRATOS
I. UNA AMISTAD INGLESA
El vestíbulo de un pequeño hotel de Cadogan Gardens, en el Londres de principios de los setenta, estaba lleno de ancianas con medias de colores increíbles y con sombreritos adornados con cerezas de plático. Tomaban el té con pequeños sándwiches de plátano, berros, jitomate, queso... a los cuáles la magnífica mantequilla inglesa daba sabores sorprendentes. Un cuarteto de cuerdas tocaba "More than you know", y lo hacía con tal comedimiento que lo predominante en el vestíbulo era el silencio. Hace años un amigo español me contó que por fin había logrado consolidar una verdadera amistad inglesa: se había iniciado suspendiendo las confidencias y ya habían cancelado el diálogo. Estaban felices. Se sentaban en los mullidos sillones de su club y se miraban largamente. Iban a comer a veces y nada sabían el uno del otro. Al poco tiempo me enteré de que esta perfecta relación había terminado. La impertinente señora de la guadaña se había presentado intempestivamente. En el sepelio de su amigo, el español derramó unas lágrimas que ocultó con su bufanda. Conoció a la viuda y a los hijos de su querido amigo, se quedó de pie todas las horas que duró la cremación y, ya controlado su dolor, se despidió de la familia haciendo algunos breves comentarios meteorológicos. Se detuvo frente a una tumba que tenía a un ángel con la cara entre las manos y, calladamente, salió del cementerio acompañado por la sombra de su amigo. Los dos guardaban silencio.
II. MARGARITA DOMÍNGUEZ, LONDRES Y CHIAPAS
La conocí en Londres. Su compañero, Antonio González de León, era ministro de nuestra embajada ante la corte de Saint James. Formaban una bella pareja: Antonio, apuesto e inteligente; Margarita, hermosa e inteligente. Su casa estaba abierta para todos los amigos, y sus hijos, Jorge, Antonio, Javier e Iván eran igualmente hospitalarios y generosos. Tenían ya muchos años en los avatares diplomáticos, habían estado en India al lado del Embajador Octavio Paz. Todos recordaban sus tiempos en Nueva Delhi, sus viajes por el inmenso territorio de los muchos países que integran –y a veces desintegran– esa zona del mundo, y las largas conversaciones con Octavio, el gran amador de India, su historia, su pequeña historia, su cultura multicolor y su gran literatura.
Volvimos a vernos en Brasilia. Antonio acababa de terminar su misión como embajador en Bélgica y este bazarista era cónsul general en Río de Janeiro. Recuerdo el azul profundo del cielo brasileño y sus largos crepúsculos. Parecía que el sol no quería irse nunca y su lucha con las sombras creaba coloraciones que mezclaban la belleza con la angustia. Antonio murió en Brasil, dejando la memoria de sus habilidades diplomáticas y de sus luchas a favor de los trabajadores migratorios. Margarita regresó a México y, al poco tiempo, se dio cuenta de las profundas contradicciones que agobian a nuestro desdichado país (el de verdad, no el "ganador" de la superchería panista). Esta crudas realidades y la preocupación por el avance de la derecha, la obligaron a emprender una labor política de apoyo al zapatismo, de organización de grupos y de formación de comités a favor de las luchas sin fin de nuestros indígenas (los Extranjeros en su tierra de los artículos periodísticos de Agustín Escobar). Me cuentan que en la convención de Aguascalientes, Margarita apareció, a la mitad de la selva, con un vestido blanco que el lodo le respetó, y con su pamela de las fiestas en los palacios londinenses. La auténtica Margarita conservaba toda su elegancia y su pulcritud. Y por estas y otras muchas razones apoyaba a los zapatistas y lo siguió haciendo hasta sus últimos y difíciles días. Margarita, te veo con tu vestido impecable luchando para que todos los pobres y los indígenas de este país tengan vestido. Pasaste tus últimos días cumpliendo esa bella obra de caridad (la caridad es una alta forma del amor): "vestir al desnudo".
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