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Verónica Murguía
El México de mis horrores
Se ha hablado y escrito mucho acerca de la acusación que hizo Felipe Calderón a los medios y a la sociedad mexicana, tachándonos de cómplices del narco. Su discurso, lleno de obtusos sofismas, nos inculpa a todos. Naturalmente, muchos protestaron. Sobre todo periodistas, pues decenas de ellos, sobre todo en el norte del país, han sido asesinados por denunciar, precisamente, a personajes importantes del narco, o a sus cómplices.
Otros dizque comunicadores, que ahora cumplen el lamentable trabajo que desempeñó Rubén Aguilar, el vocero de la Presidencia en tiempos de Fox, nos “explicaron” lo que el presidente quiso decir, como si los mexicanos fuéramos tontos y no pudiéramos comprender el castellano pobre, pedregoso, lleno de contradicciones, pero castellano al fin, que farfullan la mayoría de los políticos.
Estos inefables defensores de Calderón son los mismos que se han erigido como defensores de las instituciones cuando la toma de tribunas por el prd , o los pleitos que se han suscitado en el ife . Y tengo para mí que no se fijan, o les vale, que la denuncia de Calderón y su imperiosa solicitud de cooperación, su instarnos a participar en esta, su guerra, son un atentado contra la institución que él mismo representa, pues el Estado es, según el sociólogo alemán Max Weber, el detentador de la violencia legítima. Cuando la gente toma la ley en sus manos, lo que pasa es lo que sucedió en Tláhuac: un asco. Así las cosas, la violencia ilegítima la ejerce el crimen organizado, la legítima el gobierno, y todos nosotros somos los aterrorizados por la forma atroz en que nuestra sociedad se descompone. El presidente, insatisfecho ante nuestras caras de pavor, nos ordena: ¡Éntrenle, no sean cómplices!
¿Cómplices? No señor: estamos en el lugar equivocado (México), en el momento equivocado (su sexenio). Mi responsabilidad es ser lo más decente posible, trabajar, pagar los impuestos y no contaminar. Con mis impuestos se pagan los sueldos de quienes sí saben luchar contra el hampa.
Ya escribí en este mismo espacio que nunca he visto un narco más que en foto. Si llegara a toparme con uno –no, Diosito, por favor–, saldría corriendo con los ojos tapados, a pesar del peligro de romperme los dientes contra un poste.
Habría que aclararle al presidente que la gente casi no denuncia ni las violaciones, cierto tipo de abusos, robos y hasta secuestros, porque generalmente esto desemboca en un durísimo hostigamiento contra el denunciante.
Hasta el ciudadano más distraído sabe que muchos policías han sido jefes de bandas de secuestradores, que la policía extorsiona, tortura y mata. El triste saldo de Atenco, los abusos de la policía en Oaxaca, el caso de Lydia Cacho, las muertas de Juárez, son asuntos que todos conocemos y que refuerzan la idea de que vivimos entre dos fuegos, el del Estado y el del crimen organizado, y que las fronteras entre estas dos fuerzas son porosas o inexistentes.
El presidente se queja de la corrupción que priva en el Poder Judicial. Cualquiera comparte su molestia, pero ninguno de nosotros, excepto él, puede hacer nada. Pero la doble moral de Calderón es muy irritante: que se cumpla la ley, pero no en los casos Mouriño, Fox o González Márquez. O el de los gobernadores priístas Marín y Ruiz. Que se cumpla con quien se deje: el martirizado ciudadano común y corriente, porque los narcos y los políticos tienen dinero para comprar trato de reyes hasta en el infierno.
La preocupación unánime de los mexicanos cuando Calderón asumió la Presidencia era, y es, la seguridad. Por seguridad se entiende que no te van a bajar del pesero o del coche a patadas; salir de noche sin miedo a que te lleven desconocidos a pasear; que nadie se va a meter en tu casa a robarte y matarte porque tus cosas les parecen de poca calidad; alumbrado y policía eficientes, y no más secuestros. El problema del narco, pensamos muchos, era asunto de inteligencia especializada y educación.
La pobreza, la miseria en el campo, la falta de educación y la poca confianza que tenemos en las autoridades son agravantes del problema. Todas las instancias del gobierno están corrompidas: a los que no participan, los matan. La idea trasnochada de los panistas que proponen la pena de muerte para los soldados que se pasen del lado de los criminales, no arreglaría nada. El problema principal, señor Calderón, no es el narco. Es la pobreza.
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