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Documentar el documental (II Y ÚLTIMA)
Una y otra vez, don Héctor insiste en que no lo graben a él y que, a cambio, la cámara de video registre aquello que él, su esposa y aquel a quien don Héctor se dirige miran en ese momento. Su petición es atendida sólo parcialmente, pues al interpelado, el documentalista Carlos Montes de Oca, le interesa grabar no únicamente la voz sino también las expresiones, los gestos y, en particular, la mirada de don Héctor García, como en un intento por descubrir así el instante preciso en el que la foto se convierte en la foto. Itinerario urbano en clave nostálgica, Héctor García, fotógrafo (México, 2007) funciona en primera instancia a manera de homenaje, rendido a un fotoperiodista insustituible a quien se le debe más de una imagen ya mítica, ya emblemática de la sociedad mexicana, particularmente la que ha (sobre)vivido en Ciudad de México a lo largo de las últimas seis décadas. Quizá recuerde usted aquella imagen de la estatua ecuestre que representa a Carlos IV –el Caballito, para ser más claros–, ahíta de súbitos jinetes, con el Monumento a la Revolución como fondo, captada en los procelosos años sesenta, al calor de una manifestación popular. Es posible que haya visto, ahora incluso comercializada como póster, aquella otra de un adolescente que sonríe a la cámara mientras su brazo izquierdo describe una curva hacia arriba y los dedos de la mano, encogidos sin que uno cubra por completo al otro, configuran la mexicanísima seña conocida como “güevos”, aquí tan elocuente, festiva y pícara como la lente misma de García, quien a lo largo de su larga trayectoria profesional se especializó en hacer inmortales precisamente a esos mortales aquejados de marginalidad, la ñeriza, la broza, los jodidos de verdad –más aún que los que le daban de comer a Emilio Azcárraga Vidaurreta y siguen dándole de comer al nieto de éste–, y que siguen ahí mientras don Héctor, ya sin cámara en ristre pero con la mirada intacta, recorre su Candelaria de los Patos, su Zócalo, su Plaza Garibaldi, su Centro Histórico, de a ratos en compañía de Carlos Monsiváis, de a ratos con su esposa, también fotógrafa.
Más plausible por contenido que por factura, el documental de Montes de Oca deja sin embargo la impresión de que mucho se quedó en el tintero; tal como está, su valor es testimonial preponderantemente y, si bien dicho valor no es de ningún modo despreciable –además de resultar claro que esa fue la intención del director–, en más de un momento se echa de menos el despliegue audiovisual de una investigación que evidentemente sí se llevó a cabo pero que, por alguna razón, se dejó fuera.
DOCUMENTAL SÍ Y DOCUMENTAL NO
El segundo Festival de la Memoria en Tepoztlán albergó lo mismo trabajos de cuño recientísimo o prácticamente no exhibidos antes de esta ocasión, que otros ya bragados en más de una lid festivalera. En el primer caso vaya como ejemplo Ángel (2008), de Lily Wolfensberger, cuyo contenido, franco a rajatabla en voz del propio Ángel que confiesa su historia de jefe de familia golpeador, no era lo que en principio había planeado la realizadora y, por ende, ésta es la primera sorprendida. En el segundo caso debe mencionarse el trabajo de Christiane Burkhard titulado Trazando Aleida (2007), previo ganador en otros certámenes, y que se concentra –por momentos demasiado, en opinión de este juntapalabras y en detrimento de una profundización en el verdadero tema– en el caso personal de un par de víctimas de la guerra sucia de los años setenta del siglo pasado en México, mismos que, siendo hermano y hermana, fueron separados desde pequeños. Especialmente hacia el final, una parte no breve de sus ochenta y ocho minutos es empleada de manera tal que roza un sensiblerismo innecesario, en virtud de lo cual, debe insistirse, el asunto de la guerra sucia queda en segundo plano, sin que lo salve la mención, a manera de remate, de algunas cifras al respecto.
Acaso la cinta más significativa exhibida no fue un documental, si bien sus características y las circunstancias en que se presentó, prácticamente la convierten en uno. Que lo diga el numeroso público en el zócalo tepoztlanense, disfrutador de El monstruo de la montaña hueca, churrazazaso codirigido en 1954 por Edgard Nassour e Ismael Rodríguez, fotografiado por Jorge Sthal, donde el manido western del muchacho bueno –gringo, claro está— a quien el cacique –mexicano, but of course– le hace la vida imposible, es aderezado nada menos que ¡por un dinosaurio que merodea por el Tepozteco y se come a las vacas! Si uno obvia chocanterías como escuchar al niño campesino Pedrito diciendo cosas como “ai teiker of mai papá, míster” –e incluso por diálogos así–, la película es de auténtica risa loca.
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