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Méndez Arceo y el '68
Carlos Fazio
En 1960, San Juan XXIII -como llamaba Sergio Méndez Arceo al papa Roncalli– le dijo: “Usted fórmese su conciencia y proceda tranquilamente.” Y desde entonces, el hombre del aggiornamento en la Iglesia católica mexicana se enfrentó a las corrientes conservadoras y se hizo partidario del diálogo teórico y práctico en su diócesis de Cuernavaca. Se reunió con masones, habló con ateos, se relacionó con protestantes, se opuso a la condenación de los judíos, se hizo amigo de David Alfaro Siqueiros y se sentó junto a él y de sotana en la Cámara de Diputados.
Foto: Luis Suárez, archivo Sergio Méndez Arceo, tomada del libro: Los volcanes de
Quintanilla, Ediciones La Jornada Morelos |
En septiembre de 1966, unas declaraciones de Méndez Arceo, en Caracas, sobre el cura colombiano Camilo Torres, la revolución y la violencia, dieron la vuelta al mundo. Citado por el diario venezolano La Esfera, el obispo de Cuernavaca dijo que “las revoluciones violentas de los pueblos pueden estar en algunos momentos de su historia absolutamente justificadas y ser totalmente lícitas, porque la revolución en el propio sentido de renovación es finalizar lo inacabado o aquello que se puede perfeccionar”. En noviembre del año siguiente, en el Teatro Calderón de la ciudad de Monterrey, don Sergio pronunció la conferencia “Cristianismo y cultura” ante estudiantes de la Universidad de Nuevo León. Allí hizo alusión a la necesidad de un diálogo entre marxistas y cristianos. Andaba, decía el obispo, a campo traviesa, examinando el fenómeno ateo, buscando una convivencia humana que pudiera acabar con “el eclipse de Dios”.
En Morelos, el antecedente zapatista y las luchas libertarias campesinas ayudaron a la conversión de don Sergio. El obispo se nutrió del lenguaje social de la Revolución mexicana y se dejó influenciar por los movimientos sociales liberadores, como el jaramillismo en el campo, experiencias de convivencia colectiva reprimidas con saña. Su historia personal y ese caldo de cultivo lo pusieron en el campo sin fin del anuncio profético. Su palabra se hizo oír una vez más en septiembre de 1968. El país era una caldera que explotaba. El movimiento estudiantil había catalizado las frustraciones de participación de obreros y campesinos en la suma de frustraciones, y el poder civil no lo había comprendido. Se había cerrado.
Estaba en plena vigencia el artículo 130 de la Constitución y estaban acuartelados los cuerpos represivos cuando, el domingo 22 de septiembre, Méndez Arceo anunciaba desde su cátedra, angustiosamente, recordando las palabras del profeta Isaías: “Me aterroriza ser perro mudo [ …] Me conmueven las impotencias, las inconformidades, las frustraciones, las impaciencias, las rebeldías de los jóvenes ante las estructuras inoperantes.” Allí, dentro de los muros de la catedral, frente a los campesinos pobres de Morelos, don Sergio dijo que había pasado días suplicando una luz para no dejar a los hombres sin la palabra de Dios en los sacudimientos del conflicto estudiantil. “También nosotros, tus obispos mexicanos, hemos anunciado en tu nombre la injusticia de la marginación, de la discriminación, de la pobreza institucionalizada”, prosiguió su homilía. “Hemos manifestado los temores de que la violencia de un orden envejecido llegase a provocar la violencia de los oprimidos o impotentes.” Reconoció que los obispos mexicanos habían sido “tímidos” al hablar de las inquietudes de los jóvenes y de las causas que las provocan. Y como los profetas, tronó:
No entiendo el legalismo, la dureza, la incomprensión, la amenaza, la impaciencia del poder; me confunden sus pasos contradictorios, el empleo de la fuerza violenta, la ausencia de su flexibilidad tradicional. Me hace hervir la sangre la mentira, la deformación de la verdad, la ocultación de los hechos, la autocensura cobarde, la venalidad, la miopía de casi todos los medios de comunicación. Me indigna el aferramiento a sus riquezas, el ansia de poder, la ceguera afectada, el olvido de la historia, los pretextos de la salvaguardia del orden, la pantalla del progreso y del auge económico, la ostentación de sus fiestas religiosas y profanas, el abuso de la religión, que hacen los privilegiados.
No me sorprende, pero lamento la falta de continuidad en el diálogo no acertadamente iniciado, único escape para la crisis de autoridad y de obediencia [ ...] Se me entenebrece el porvenir de la libertad en la investigación, en la expresión, en la acción de ciudadanos responsables, consagrados, aun con errores, al desarrollo integral de México, cuando miro los rostros adustos, muchos inexpresivos, de nuestros soldados obligados a la represión.
Sintió compasión por quienes utilizaban a la Iglesia para calumniar e injuriar al movimiento estudiantil, los mismos que antes lo habían denostado a él. Supo percibir aquel día los anhelos juveniles, las críticas y deseo de cambio de los estudiantes. “Me ilusiona contemplar en este movimiento la aurora de un despertar cívico, en el encuentro de las generaciones, el toque de trompeta inconfundible de las exigencias de un cambio rápido y profundo. Estoy seguro de que en un próximo futuro ni el lenguaje, ni las actitudes serán las mismas en nuestra Nación.” Todavía, pidió que se le concediera serenidad a la Iglesia en su crisis de crecimiento: “Arráncale la añoranza de la paz fundada en el olvido”, dijo.
Como muchas veces antes, su palabra fue seguida de un profundo silencio institucional. El 2 de octubre, la Plaza de las Tres Culturas se convirtió en una ratonera para miles de estudiantes. El Ejército disparó sobre una multitud inerme y hubo más de quinientos muertos; sólo treinta y cinco según la versión oficial. La masacre y el horror dieron la vuelta al mundo y exhibieron el paroxismo criminal del presidente Gustavo Díaz Ordaz, el “padre colérico” que escindió de un tajo la vida pública de México. La matanza de Tlatelolco fue un parteaguas. El país vitrina hecho añicos. México también era América Latina.
Sergio Méndez Arceo en su oficina de Roma 1, DF.
Foto: archivo Sergio Méndez Arceo, tomada del libro:
Los volcanes de Cuernavaca, de Lya Gutiérrez Quintanilla,
Ediciones La Jornada Morelos |
El 27 de octubre, durante su homilía, don Sergio volvió a decir que “ante los acontecimientos que nos llenan de vergüenza y de tristeza [ ...] hay que considerar positivo y consolador el hecho de que los jóvenes hayan despertado así a una conciencia política y social, y que aporten a México una esperanza que es nuestro deber alentar”. En Ciudad de México los Juegos Olímpicos llegaban a su fin. Recordó el hecho y propuso “inaugurar la Olimpíada del civismo con una amnistía general”. Y clamó una vez más en el desierto: “Que la certidumbre en los estudiantes y en la ciudadanía de la magnanimidad y del respeto a la justicia y del imperio de la libertad, borre el temor de que tenga lugar en México, después de las Olimpíadas, un periodo de dureza, de represión, de mano férrea, de persecución al pensamiento y a su expresión.”
Al cumplirse el primer aniversario de la matanza de Tlatelolco, el obispo convocó con discreción a un grupo de sacerdotes a concelebrar una misa “que a muchos podría extrañar y muchos podrían desfigurar”, en solidaridad “con los hermanos muertos el 2 de octubre, porque en tal singular acontecimiento nos vimos todos los mexicanos representados”. La homilía de don Sergio confirmó su pensamiento cristiano en relación con la vida de este mundo, en un momento difícil. Dijo: “El trascendental acontecimiento de Tlatelolco, punto álgido de una serie de acontecimientos de alcance nacional, no debe escamotearse a la reflexión madura del cristiano mexicano, como lo ha hecho inexplicablemente la prensa hoy, en lugar de contribuir al desarrollo integral de nuestra nación, con la consideración serena y el análisis justo de nuestras realidades inocultables.” Tras algunas citas del Evangelio de Mateo, agregó:
Descendamos, hermanos, con el riesgo de todo anuncio concreto a semejanza del riesgo del Señor: el culto al poder económico, opresor, desilusionante, inhumano, ha tomado la forma de sistema de la producción, del consumo, de la acumulación, de la propiedad ilimitada, es decir, del capitalismo –en cualquiera de sus formas– que la Populorum Progressio describió como sistema nefasto, causa de muchos sufrimientos injustos [ … ] Esta es la raíz de muchas inconformidades, fue el origen de nuestra revolución [ … ] La Biblia contiene la condenación irremisible de la violencia de los opresores y estimula la violencia de los oprimidos [ … ] La opción entre la violencia de los opresores y la de los oprimidos se nos impone, y no optar por la lucha de los oprimidos es colaborar con la violencia de los opresores.
¿Había ido demasiado lejos el obispo? ¿No era ése el mismo espíritu y casi la misma letra del grito guevarista que respondía a la violencia de los opresores con la violencia de los oprimidos? En esa misma homilía, y en otras antes y después del 2 de octubre de 1968, don Sergio concedió licitud a la Revolución mexicana y expresó admiración por uno de sus líderes, Emiliano Zapata, tan frecuente como vanamente desacreditado por sectores reaccionarios a causa de la violencia revolucionaria que ejerció. Pastor de almas y no guerrillero, al fin y al cabo, Sergio Méndez Arceo abrió aquella noche, ante los estudiantes, otra alternativa que ya no dependería tanto de ellos como de las circunstancias: “Si hubiera un tercer camino eficaz, la no violencia activa, por ejemplo, el cristiano tendría que optar por ella.”
Citó, de acuerdo con el Concilio Vaticano ii , el decreto sobre libertad religiosa núm.74 que fundamenta la licitud de los ciudadanos de defenderse contra el abuso de autoridad. Con libertad evangélica, andaba rumiando nuevas definiciones y tentaleando nuevos senderos. Allí mismo respondió a las interrogantes que podían perturbar la simple reflexión por los caídos el 2 de octubre, al decir: “No señala la Iglesia ni puede en general señalar la meta o el camino, no propone un socialismo cristiano, como no es debido hablar de democracia cristiana; pero sí estimula el compromiso de buscar, con generosidad y entereza. En nuestras asambleas eucarísticas deberíamos reflexionar en la obligación de compromisos con quienes buscan la superación del esquema violento sobre el que está montada nuestra sociedad capitalista.”
El 10 de diciembre de 1969, los presos políticos comenzaron una huelga de hambre en protesta por la lentitud de los procesos y en reclamo de su libertad. El 12, día de la Virgen de Guadalupe, don Sergio leyó su homilía en la catedral de Cuernavaca y se refirió a los noventa detenidos en huelga de hambre. Pidió a sus fieles solidaridad con los presos políticos. “Todos somos responsables”, dijo. “No podemos permanecer indiferentes y excusarnos [ … ] Pidamos al Señor que ilumine a todos, a los presos y a las autoridades, en especial al Supremo Magistrado, de quien en México, para bien o para mal todo depende, a fin de que, en espera y como anuncio de la transformación de las estructuras de pecado, opresoras e injustas, superando los términos legales, haya un encuentro conciliador en la generosidad de la amnistía inmediata y general.”
La Navidad del '69 el obispo apareció ante la puerta del Palacio Negro de Lecumberri. Allí, descubierto por Elena Poniatowska y el fotógrafo Héctor García, explicó que era su segundo intento por visitar a los presos, “como particular”. La periodista le preguntó si no lo irían a tildar de comunista por visitar a esos hombres que posiblemente no eran creyentes. Don Sergio respondió: “Acaso no han dicho que el Papa es hereje.” De nuevo Poniatowska: “¿Y por qué se está usted portando tan bien, señor obispo?”. “No, Elena, eso no es portarse bien. Es la única reacción posible ante el sufrimiento humano.” Cuando finalmente las autoridades le permitieron entrar, dijo a quienes voluntariamente vivían a base de agua con limón y azúcar: “He venido a regocijarme porque ustedes están trabajando por la liberación.”
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