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Ana García Bergua
El tiempo de los kioscos
Algunos kioscos de periódicos son como los tipies de los sioux de las praderas. Bajo la penumbra de su forma triangular, forrada de tejas de papel, se guarecen los periodiqueros y esperan pacientes a una clientela que jamás falta. Son la vivienda más provisional que existe, aquella que proporciona a su habitante, además, la ocupación de la lectura, por encima de la torta y el refresco resguardados amorosamente en una esquina, las monedas del cambio ocultas bajo alguna revista. Otros puestos, más formales, son como casas pequeñas que han sacado la ropa a secar en alambres, con todo y las pinzas de madera con que se sujeta. Los kioscos de periódico de las ciudades son parte de su espíritu: una ciudad sin puestos de periódicos faltaría a su vocación, se volvería un poco salvaje, sería como un parque sin las veredas y las bancas que lo distinguen del bosque.
Me gustan los coloridos kioscos de periódicos, su escándalo, su algarabía a media calle de titulares y fotografías coloridas. Los kioscos en la esquina prometen cada mañana una especie de felicidad transitoria, una prolongación del ocio y el sueño, antes de comenzar con las obligaciones. Forman parte del mismo viento que anima a los transeúntes, a los vagos como Jean Paul Belmondo en Sin aliento , de Godard, cuando iba dejando por París, diario en mano, la estela del humo de su cigarrillo en el aire. Su aire provisional refleja el paso estricto del tiempo: el papel de los diarios se usa y vuelve a usar por toda la eternidad, el lustre de las revistas se opaca en cuanto sale el siguiente número. Son un raro sucedáneo de los calendarios de piedra con las épocas de siembra y de lluvias señaladas con precisión. Así por los kioscos desfilan las épocas con el mismo rigor con que suben y bajan las pretinas de los pantalones, con que se ciñen y se aflojan las corbatas de los oficinistas. Los periodiqueros tienen, gracias a ello, un raro aire de sacerdotes de su pequeña pirámide.
También los kioscos exhalan cierto aire de libertad y de termómetro: por lo que deja ver su costado de papel, sabemos hasta donde llegan nuestras posibilidades de saber y de decir lo que pensamos. A veces es una selva de tetas de mujeres, o de traseros mixtos, la que no deja ver lo demás y a la vez grita lo que más interesa al respetable –en épocas menos permisivas, se guardan si acaso las partes en disputa moral dentro de púdicas bolsas de plástico, lejos de la curiosidad de los niños y las calenturas de los mirones. En otros tiempos relucen los hechos de sangre, con su despliegue de cadáveres y admoniciones reprobatorias o meramente descriptivas, fieles al clásico “golpeóla, violóla y matóla”. También ondean los titulares de deportes, los marcadores que hablan solos para quienes sepan descifrar su significado catastrófico o glorioso. Las revistas logran opacar un poco a las tetas, la sangre y los marcadores deportivos, por más que éstos se empeñen en ocupar los lomos de los kioscos, bordeados por la risa de los libros de crucigramas y los colores de los cómics , gloria de nuestra infancia con la que casi acabó la televisión: ¿cuántos niños de antaño no aprendimos la compulsión de leer, animados por la esbelta figura del Hombre Araña o los bucles de La Pequeña Lulú? Los libros, huelga decirlo, no lucen en los kioscos: si hay alguno que otro, sólo lo mirará el lector interesado.
Los periodiqueros son también depositarios de costumbres, métodos y rituales. Son los que despachan las estampitas para los álbumes de los niños; esos álbumes que, pese al comercio paciente, al intercambio en los recreos entre gritos, refrescos y tortas de jamón, nunca se terminan de llenar a satisfacción, y cuando se logran llenar ya pasó la moda de la película o el programa que los inspiraba. También les dan su alpiste semanal a los coleccionistas de fascículos, los que se hacen de enciclopedias, historias del arte o libros científicos con la sola inversión de su infinita paciencia y unos pesos. Y para todo eso se necesita un poco de complicidad: para que nos guarden nuestro periódico del domingo, nuestras estampitas, nuestro fascículo o nuestra revista, necesitamos ser más fieles a nuestro periodiquero que al amor de nuestra vida, y procurarlo sin entregarnos al periódico fácil del supermercado.
Yo sólo quiero que en este año 2008 se llenen los lomos del kiosco de libros y letras y cómics y fascículos y marcadores deportivos y tetas y traseros, y una que otra buena noticia: serán signo de que siguen, airosas y cíclicas, nuestras vidas.
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