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Vinicius de Moraes: un Buda musical
Alejandro Michelena
La peculiarísima figura de Vinicius de Moraes, con su larga cabellera blanca, los eternos lentes oscuros y la vestimenta informal del mismo tono, siempre con un vaso de whisky en la mano y una leve sonrisa de Buda festivo y bonachón entre los labios finos e inteligentes, quedará para siempre asociada al fenómeno musical de la Bossa Nova.
Porque Vinicius fue, junto a Joao Gilberto, uno de los inspiradores de ese movimiento artístico que estaba destinado a transformar y a universalizar la música de Brasil, generando una creativa “fusión” entre el zamba autóctono y los cosmopolitas aires del jazz.
¡Quién no ha tarareado alguna vez canciones suyas inolvidables, como “Garota de Ipanema” o “Mañana de carnaval”! En muchas casas de todas las capitales latinoamericanas se conserva todavía aquel disco emblemático –uno de los grandes y añejos long play – donde Vinicius, Toquinho y María Creuza desglosan lo mejor del cancionero del primero, donde las canciones y el peculiar “decir” del viejo pope hacen un interesante contrapunto.
Pero antes de ser acariciado por el éxito y la fama –etapa inaugurada a fines de los años cincuenta con el filme Orfeo negro, de Mario Camus, basado en obra teatral de su autoría, que incluía además algunas de sus canciones– Vinicius de Moraes fue un abogado carioca proveniente de una familia de intelectuales que se dedicó a las tareas diplomáticas por varios años. En ese carácter fue cónsul en Uruguay durante el dinámico período de la presidencia de Juscelino Kubitschek, y allí hizo un puñado de muy fieles amigos, lo que explica –en años posteriores– su habitual presencia en el balneario Punta del Este, siendo ya una celebridad.
Pero desde antes todavía, Vinicius de Moraes había sido un poeta esencial, autor de un libro emblemático como pocos que se titula Para vivir un gran amor, y de uno de los grandes poemas amatorios de la lengua portuguesa como es “Ariadna, mujer”. Como poeta ocupa un lugar destacadísimo en el concierto de la poesía continental.
A tantos años de su muerte, su silueta algo redondeada, las jóvenes y bellísimas mujeres –siempre cambiantes– que lo acompañaban, su no disimulada condición de gozador empedernido de todas las bondades que ofrece la vida, su decir algo sentencioso, forman parte del imaginario de todos los que rondan o superan los cincuenta años en América Latina.
Es que Vinicius de Moraes es, y será para siempre, uno de los iconos que nos ha dejado aquella década de los sesenta. Forma parte del panteón –variado y plural– que inspiró aquellos cambios, donde coexisten músicos como John Lennon, Janis Joplin y Jim Morrison, pensadores como Sartre y Marcuse, poetas como Allen Ginsberg y Ernesto Cardenal, escritores como Hermann Hesse, guías espirituales libertarios como Thomas Merton y Krishnamurti.
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