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Miguel Ángel Zapata
La casa de Watanabe (1946-2007)
José Watanabe acaba de morir en Lima. La noticia me la dieron llegando al Centro Cultural Mapocho de Santiago de Chile hace pocos días. ¿Qué puede uno pensar cuando le cuentan que un gran poeta ha muerto, que su casa se ha cerrado, pero para abrir sus puertas en otro espacio, y que sus ventanas y cerraduras seguirán buscando por el aire su permanencia?
¿Cómo no pensar que su "escalera va del patio a la azotea y en el tercer peldaño/el sol relumbra,/ el solcito de los condenados relumbra siempre y debidamente"? ¿Cómo olvidar estos versos? Imposible olvidar la lumbre de este sol. Tampoco pensé escribir nada sobre su viaje, ni de su casa imaginaria, ni de su iguana y su limonero. Pero a esta hora de la madrugada, cuando todo casi es silencio, uno rememora algunas sonrisas, conversaciones y gratos encuentros en Lima y en Nueva York. De su poesía siempre me atrajo esa compleja transparencia, tan difícil de lograr hoy en día, cuando abundan tantos versos que no tienen sentido o no quieren tener sentido. Con tanta poesía que le huye al sinsentido pensando que así se logra la profundidad, la dureza del diamante, el fraseo sin vida.
Por eso Watanabe va a quedar, su casa seguirá abierta, y su desierto será en poco tiempo el nuestro, y nos seguiremos identificando con sus lagunas y su cielo.
Así, esta noche recordé los gratos momentos que pasamos aquí en la Universidad de Hofstra, en Long Island, Nueva York, en noviembre de 2003, con él y Micaela. Fue aquella vez que lo invitamos a leer sus poemas (en castellano, ingles y japonés), y a dar una conferencia sobre el haiku y su presencia en la poesía hispanoamericana. Ahí pudo distinguir entre el verdadero hacedor de haikús y los bufones que piensan que hacen haikús, pero se quedan sólo en kus, como muchos que creen escribir sonetos pero se quedan en sones. La poesía de Watanabe quedará como quedará la poesía del mexicano Francisco Cervantes, porque estos poetas caminaron su desierto callados, mirando el cielo que les escribía, sintiendo la sombra de sus propios árboles. Nunca dijeron que habían descubierto el silabeo perfecto, ni tampoco su jactancia era tan descontrolada como algunos poetas que piensan que el parnaso es su alfombra favorita y, además, que ya vuelan sobre ella.
Watanabe permanece porque su poesía se ubica dentro de una visualización de materias móviles, y determina la belleza del bosque umbrío, la metáfora descubriendo a sus lectores el espacio afectivo de la interiorización de las cosas. Hay una propuesta de Gastón Bachelard que se cumple en la poética de Watanabe: se trata de un intercambio de intimidad –de materia– del sujeto y del objeto. Así, la arcilla, la arena, el arenal del desierto de Olmos, es la materia fundadora del ser, y el bosque, dentro de su tenacidad misma, es el punto en que borra la oposición de la materia a la luz. Desde la serenidad del arenal, en el que irrumpe la metáfora de la lagartija, sus poemas muestran el reposo y el movimiento de objetos imantados ante la presencia inexorable del eterno retorno. El eterno retorno, hipótesis bosquejada por el pitagórico Eudemo, ofrece esta vez al poeta contemporáneo una renovación incesante, un perpetuo deslumbramiento. Los seres y los objetos vuelven a cobrar vida, resurgiendo en las imágenes-ventanas, desde donde también ingresa a la naturaleza una flor crecida, la primavera y el limonero.
Estos elementos habitan en sus mejores libros: la mantis religiosa, el árbol y la aldea contemplada, el pino caído, el amor y la muerte vuelven con extraordinaria síntesis a poblar la poesía, creando una unidad sorprendente. En la poesía de Watanabe hay muchas casas, espacios y olores: la hermana picando el perejil, un olor de comida y de viento fuerte que llega a conmovernos como pocos poetas de hoy. El poema puede surgir en la sala o en el jardín, en el interior o el exterior, siempre desde el límite de Jano, desde el umbral donde coinciden lo familiar y lo desconocido. Ahí se siente el intercambio de la verdadera intimidad.
Ahora lo veo sonriendo con Micaela bajo las torres de las letras, atravesando el puente que da al centro estudiantil, despidiéndonos de la ironía del otoño, y oyéndolo repetir:
A veces pienso cabalgar nuevamente hasta esa posada para
colgar en su puerta estos versos:
En la cima del risco
retozan el cabrío y su cabra.
Abajo, el abismo.
CUATRO POEMAS
José Watanabe
Para mí la poesía es eso, algo que aparece muy fugaz.
Pero esa aparición fugaz es como si la naturaleza de
alguna manera nos hablara. Y en ese instante es muy
contundente y verdadero lo que nos dice. Es una verdad
esencial, pero que desaparece como detrás de la niebla.
El problema viene en cómo compartirla con un lector.
Y obviamente viene el pleito con el lenguaje
Corregir,
corregir y corregir es acercarse cada vez más a esa
verdad, a transmitir esa verdad que entreviste. Por eso
es esa necesidad que tengo de hacer muchas correcciones.
Porque en la primera versión te das cuenta de que no,
que hay que pulir más. Claro, pero en este pulir no debe
perderse la carga anímica, la carga emocional.
Ese es el riesgo de corregir mucho.
Poema trágico con dudosos logros cómicos |
Mi familia no tiene médico
ni sacerdote ni visitas
y todos se tienden en la playa
saludables bajo el sol del verano.
Algunas yerbas nos curan los males del estómago
y la religión sólo entra con las campanas alborotando los
canarios.
Aquí todos se han muerto con una modestia conmovedora,
mi padre, por ejemplo, el lamentable Prometeo
silenciosamente picado por el cáncer más bravo que las
águilas.
Ahora nosotros
ninguno doctor o notable
en el corazón de modestas tribus,
la tribu de los relojeros
la más triste de los empleados públicos
la de los taxistas
la de los dueños de fonda
de vez en cuando nos ponemos trágicos y nos preguntamos
por la muerte.
Pero hoy estamos aquí escuchando el murmullo de la mar
que es el morir.
Y este murmullo nos reconcilia con el otro murmullo del río
por cuya ribera anduvimos matando sapos sin misericordia,
reventándolos con un palo sobre las piedras del río tan
metafórico
que da risa.
Y nadie había en la ribera contemplando nuestras vidas hace
años
sino solamente nosotros
los que ahora descansamos colorados bajo el verano
como esperando el vuelo del garrote
sobre nuestra barriga
sobre nuestra cabeza
nada notable
nada notable.
De Álbum de familia, 1971 |
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El anónimo (alguien, antes de Newton)
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Desde la cornisa de la montaña
dejo caer suavemente una piedra hacia el precipicio,
una acción ociosa
de cualquiera que se detiene a descansar en este lugar.
Mientras la piedra cae libre y limpia en el aire
siento confusamente que la piedra no cae
sino que baja convocada por la tierra, llamada
por un poder invisible e inevitable.
Mi boca quiere nombrar ese poder, hace aspavientos, balbucea
y no pronuncia nada.
La revelación, el principio,
fue como un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos
y todavía es innombrable.
Yo me contento con haberlo entrevisto.
No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.
Algún día otro hombre, subido en esta montaña
o en otra,
dirá más, y con precisión.
Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.
De El huso de la palabra, 1989 |
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La oruga
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Te he visto ondulando bajo las cucardas, penosamente,
trabajosamente,
Pero sé que mañana serás el aire.
Hace mucho supe que no eras un animal terminado
y como entonces
arrodillado y trémulo
te pregunto:
¿Sabes que mañana serás en el aire?
¿Te han advertido que esas dos molestias aún invisibles
serán tus alas?
¿Te han dicho cuánto duelen al abrirse
o sólo sentirás de pronto una levedad, una turbación
y un infinito escalofrío subiéndote desde el culo?
Tú ignoras el gran prestigio que tienen los seres en el aire
y tal vez mirándote las alas no te reconozcas
y quieres renunciar,
pero ya no: debes ir al aire y no con nosotros.
Mañana miraré sobre las cucardas, o más arriba.
Haz que te vea,
quiero saber si es muy doloroso el aligerarse para volar.
Hazme saber
si acaso no es mejor no despegar nunca la barriga de la
tierra.
De Historia natural, 1994 |
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El guardián del hielo
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Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol...
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardián del hielo.
De Cosas del cuerpo, 1999 |
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