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Huysmans y la cuadratura del círculo
Joris Karl Huysmans logra la cuadratura del círculo, la logra varias veces en el transcurso de una vida que duró cincuenta y nueve años y terminó hace cien. La logra con su nombre. Huysmans es parisino nato, pero figura en algunas historias literarias como belga u holandés. Se llama Charles-Marie-Georges, una apoteosis de la onomástica francesa, ella misma la reconciliación de los contrastes: lo masculino y lo femenino en un nombre. Adora a los pintores holandeses, a los nórdicos, algunos de ellos familiares suyos por la línea paterna, y decide nombrarse Joris Karl. Más tarde, en 1888, va a conocer la pintura de Matthias Grünewald; el Retablo del Altar de Isenheim le enseñará que lo espiritual tiene contornos precisamente trazados, que una iluminación intensa, casi deslumbrante, nos lo muestra en toda su corporeidad. La primera cuadratura: el ciudadano-artista de la Ciudad Luz se inspira en la parquedad del norte que le parece más lúcida que la alegría mediterránea.
SEGUNDA CUADRATURA
A partir de 1876, Huysmans pertenece al círculo más estrecho alrededor de Zola. Huysmans es naturalista y escribe novelas naturalistas, En ménage (1881) en primer lugar. Al mismo tiempo empieza a venerar la obra de sus contemporáneos Gustave Moreau y Odilon Redon, decadentes pictóricos y vitales, simbolistas tan vagos e inasequibles como los prerrafaelitas ingleses. Grünewald, quien pretende lo tangible de la irrealidad; Moreau y Redon, quienes disfrazan la realidad, que suele ser vulgar, tras el velo transparente de Salomé: se prepara el arte de Huysmans.
En 1884 publica À rebours (Al revés o Contra natura, en español). Zola se muestra escéptico, decepcionado quizás, pero no hay ruptura abierta con el maestro del naturalismo. Huysmans escribe la obra cumbre del decadentismo, inventa a Des Esseintes, al héroe más antinatural, neurótico y artificioso de la literatura moderna, sin que deje de ser, para la crítica de su tiempo, naturalista y alumno favorito de Zola.
TERCERA CUADRATURA
El decadente, refinado, blasfemo Huysmans se convierte en el hermano Joris Karl de la orden de los benedictinos. En 1891 sale de la prensa Là-bas, la novela del satanismo y de las misas negras, cuyo protagonista Durtal, un alter ego apenas disfrazado de su creador, investiga la historia de Gilles de Rais, mejor conocido como Barba Azul, muerto en la hoguera gracias a una serie de asesinatos ejemplares por su crueldad pura. Criminal sin motivo, sádico siglos antes de Sade, satánico porque, como antiguo compañero de Juana de Arco, se da cuenta de que la santidad no se le concederá, la figura de Gilles de Rais atrae tanto al investigador ficticio como a Huysmans, como al lector moderno familiarizado con la psicología de verdugos nazis y estalinistas, de torturadores en todo el mundo y de todos los colores ideológicos. Barbey dAurevilly, el autor de Las diabólicas, predijo, en una reseña de À rebours, que Huysmans tendría dos opciones para el futuro: el suicidio o el claustro. Con Là-bas parece abrirse un tercer abismo posible, el de la locura, la psicosis megalómana que desprecia la vida de los otros, enfermedad padecida por una gama vasta de artistas y escritores, aunque no necesariamente maten, ni descuarticen
Huysmans escoge el claustro. En 1901, después de un año de noviciado, el escritor diabólico se metamorfosea en monje. En realidad, la opción escogida implica a la vez el suicidio y la psicosis: la muerte como artista y la lucha con sus propios fantasmas, con fantasías eróticas e imágenes de un catolicismo medieval que se autoflagela y quema a los herejes para salvarlos de las llamas eternas, lo que le hace pensar en ser un escogido, es decir, en ser más que los otros y, por ende, con el "derecho" de menospreciar al otro y disponer de su existencia.
Huysmans sigue escribiendo. La Catedral aparece en 1898, los Tres primitivos, que incluye un estudio sobre Grünewald, en 1904; mas ya no logra transmitir la fuerza creativa de la duda a sus lectores, del vivir en los extremos que, lo sabe la Biblia, son dignos de ser vividos, sólo ellos, nada de mediocridad, nada de acomodarse entre los polos opuestos.
Huysmans muere el 12 de mayo de 1907, después de sufrir los dolores de un cáncer agresivo. Soportar paciente y resignadamente la enfermedad final, dirían los que quieren ver en el novelista a un santo frustrado, a un Saúl transformado en Paul. Éstos olvidan que la religiosidad de Huysmans nunca dejó de ser medieval, que la vecindad entre la fe y la duda, entre las creencias espirituales y un decadentismo muy material, perturban aun al hermano Joris Karl. No olvida las enseñanzas de los pintores: de Grünewald, Moreau y Redon, de sus antepasados holandeses. El reino de Dios es de este mundo y se manifiesta en el lodo y el crimen. La espiritualidad del Bautista no atrae, pero sí su cabeza presentada, yaciendo sobre un plato, a una lasciva Salomé bailando desnuda ante el poder mundano de Herodes. No hay trascendencia que pueda alejarnos de este mundo. Grünewald había pintado el dilema: las visiones, la revelación, no importa si gnóstica o puramente ingenua, se presentan en colores brillantes y sensuales, inasequibles para el pincel o la pluma, irreales, no existentes por ende.
EL NATURALISMO SOY YO
Ilustración de Arthur Zaidenberg para
Al revés en una edición de 1931 |
Huysmans nunca deja de ser naturalista, tiene razón la crítica del siglo XIX. Zola no pierde a su alumno más talentoso. En 1876 aparece Marthe, una de tantas historias de prostituta escritas en la época. Entonces Huysmans confiesa su credo literario y existencial: "Yo hago lo que veo, lo que siento y lo que he vivido, escribiendo lo mejor que puedo. Eso es todo." Con À rebours, publicada sólo ocho años más tarde, el novelista afirma, a primera vista, lo contrario: "No creo ni en lo que toco, ni en lo que veo. Sólo creo en lo que no veo, y únicamente en lo que soy." ¿Otra cuadratura del círculo? ¿El testimonio de un cambio estético radical? Tiene algo de ello, pero el abismo aparente entre las dos citas también expresa la radicalización del naturalismo, un intento de transgresión, de atravesar una frontera que el mismo Zola no hubiera podido franquear, ni siquiera con sus historias más "atrevidas", que quizás Flaubert había atravesado antes, con la idea de un autor como Dios: omnipresente, pero invisible. Huysmans no recurre a la oración divina –cada oración un mundo casual creado por el demiurgo Flaubert, diría Roland Barthes–; el creador de Des Esseintes recurre simplemente a lo chueco, lo caricaturesco, lo pervertido de una mente, que resulta ser más revelador que los cuadros de costumbre del realismo gastado, igual de fantasiosos como los del romanticismo visionario.
El descubrimiento de Grünewald le proporciona un nombre para su escritura: naturalismo espiritual. El término podría ser un oxímoron, si no tuviéramos en mente el credo citado de À rebours: Huysmans desviste lo tangible que no es real, lo visible que no tiene contornos, y sólo acepta la realidad de su yo. Un yo privado de un cuerpo, ya que éste se transfiere a los asuntos espirituales, al más allá de lo visible que, gracias a este proceso de intercambio, se vuelve el único tema digno del realismo novelesco.
Jean Floressas des Esseintes tiene un cuerpo poco funcional: pálido, enfermizo, enclenque. Un cuerpo agotado por siglos y siglos de herencia aristocrática. Un cuerpo en decadencia, es decir, un cuerpo que se subordina a una mente refinada, delicada y neurótica. Des Esseintes no funciona. El héroe decadente no acepta ningún código social vigente, las prescripciones de comportamiento no tienen validez para él.
El realismo literario –más el inglés que el francés– había jugado con la oposición de códigos: urbano contra rural, burgués contra aristocrático, estético contra vulgar. Las interferencias entre los códigos producen el caos, cuya consecuencia son disturbios sociales y la pérdida definitiva de ciertas formas de vida. El naturalismo espiritual de Huysmans da un paso más. No hay código aceptable para el individuo que está consciente de la decadencia: de la propia y de la de su mundo. El drama absurdo de Beckett se vislumbra: palabras y gestos vacíos, no funciona nada, cuerpo y mente son separados y operan uno al lado de la otra, mas operan sin objetivo. De este modo, el darse cuenta del sinsentido, al aceptarlo y, eventualmente, disfrutar de su encanto estético, podrían ser la última consecuencia del programa realista decimonónico.
Des Esseintes vive el sinsentido conscientemente, a veces lo goza, a veces lo sufre. Rechaza la necesidad de un objetivo, una meta. Se puede vivir sin pensar en el para qué. A mediados del siglo xix, el decadente propaga una sexualidad pura y placentera que no tiende hacia la procreación; una sexualidad que borra el límite entre los géneros. Más de un siglo después, la teoría de Foucault devolverá el placer a la sexualidad, y una Julia Kristeva desconstruirá, con argumentos contundentes, la bipolaridad de los sexos. Foucault y Kristeva transforman en teoría la práctica de Des Esseintes. Un ejemplo: el noble se acuerda de dos relaciones amorosas cuya única meta ha sido el goce. Una artista de circo, atlética y mucho más fuerte que él, lo incita a invertir los papeles en el acto sexual: mujer él, hombre ella. La inversión se percibe como perversión, la mujer huye espantada. En otra ocasión, des Esseintes conoce a una ventrílocua y se aprovecha de ella para mezclar la erudición histórico-artística con el coito. La mujer da voz a una estatua de la Esfinge ubicada en la alcoba. En medio del acto se escuchan las preguntas fatídicas de la figura mitológica. Sobra decir que la ventrílocua muy pronto se cansa de tal puesta en escena.
Huysmans simboliza con Des Esseintes el único realismo posible, el de mostrar la vacuidad de la experiencia individual que sólo es un espejismo.
LO REAL INVISIBLE
Lo real está más allá de lo tangible y visible. Baudelaire creía que el arte, en ocasiones raras, era capaz de detenerlo mediante las famosas correspondencias. Huysmans se percata de que el arte es un espejismo más, otra experiencia vacua. El naturalismo espiritual, por ende, implica una renuncia y una paradoja: la literatura no puede ser realista si, como Zola, pretende reflejar la realidad, ya que lo perceptible no es real; la mímesis construye sobre un abismo. Por otro lado, lo verdaderamente real no puede ser captado por la literatura, nuestros sentidos no saben traducirlo.
Huysmans se distanciará, casi asustado, de su obra. Des Esseintes, dirá, sólo fue un entretenimiento placentero, un pasatiempo sin consecuencias, nada más. ¿Se habrá dado cuenta de que con el héroe decadente había prefigurado al hombre de la postmodernidad? Tal prefiguración se convertirá en el código de comportamiento vigente a partir de finales del siglo XX. La inevitable soledad de Des Esseintes será la soledad compartida de millones de individuos actuales, una soledad que, engañosamente, se percibe como convivencia, o como, en términos sociológicos, enfrentamiento con el "otro", aunque me temo que no sea mucho más que la decadencia individual de Des Esseintes transformada en decadencia colectiva.
Parece tener razón Barbey dAurevilly: el suicidio y el claustro se ofrecen como escapatorias. No obstante, Des Esseintes había insinuado dos opciones más. Una nefasta y peligrosa: el desprecio del que se siente superior al otro. Des Esseintes se cree con el derecho de arbitrariamente escoger a un muchacho pobre, mostrarle los placeres más refinados, proporcionarle dinero para que se pueda permitir estos placeres y, de golpe, quitarle el sustento. ¿A ver qué hace ahora? El ser "superior" juega con el otro, lo ve como objeto insensible con la única función de proponerle placer a él. Los totalitarismos del siglo xx constituyen el final furioso de esta opción. Mas hay algo de ella también en la idea democrática que otorga a algunos pocos el derecho de representar a muchos, disponer sobre el otro.
La segunda opción, más recomendable, consiste en la contemplación del sinsentido. Des Esseintes observa una tortuga con piedras preciosas incrustadas en su caparazón, mira los rastros de color que deja en un cuarto especialmente preparado para ella, con iluminación sofisticada. El pobre animal muere pronto. No es su hábitat, su dueño lo desnaturalizó radicalmente, pero sí pudo representar el sinsentido. Es una escena igual de tragicómica a los antidiálogos entre Vladimir y Estragon. No hay objetivo, ni meta, ni utilidad, ni salvación. ¿Y qué?
No es necesario buscar pleitos con las sociedades de protección de animales. Es más que suficiente percatarnos del sinsentido y reírnos estrepitosamente de él, reírnos hasta morirnos. Tenemos este privilegio. Él, que murió hace cien años, todavía tuvo que refugiarse en las normas estrictas de la orden benedictina. Me da lástima y le agradezco que nos haya regalado À rebours y Là-bas. Merecen a más lectores, a muchos más.
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