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Moción de censura
Ante el panorama devastador en el que se encuentra la sociedad mexicana hoy, ante la depauperación siempre creciente de gruesos sectores poblacionales, ese avance como una humedad perniciosa de la pobreza extrema, del analfabetismo funcional o simple; ante los sucesivos, cotidianos escenarios de brutalidad, salvajismo y abuso que vemos todos los días en las calles de prácticamente todas las ciudades de este país que se nos ha quedado sin rincones bucólicos, de idílica, perdida y al parecer irrecuperable tranquilidad, ante todo eso sólo nos queda el testimonio. Dar cuenta. Registrar. Decir. Porque sí, porque sólo habrá der salvarnos la memoria cuando hayamos puesto fin a la barbarie o colapsado en el intento. Cuando toda esta violencia, toda esta corrupción en que vivimos sea cosa del pasado –un pesimista vislumbrando en el pasado lo que constituye, según parece, nuestra idiosincrasia sempiterna, vaya paradoja–, sólo el recuerdo supondrá aprendizaje. Y sólo así, mejoría, prevención, y la letra de las leyes, la letra de la Constitución, dejarán de ser letra muerta.
Pero ello, el registro de lo que pasa todos los días, el recuento de los actos de violencia, incomodan no sólo a los grupos delictivos, que mucho saben en eso de acallar periodistas y hacerlos aparecer tres o cuatro días después en una zanja y con el tiro de gracia, sino a las autoridades, esas mismas que, en los reportajes puntuales, en las notas periodísticas tan mal salen paradas en ser eso, autoridad, y ya no digamos, para ponernos puntillosos, en el presunto oficio de proteger a la ciudadanía de las violentas expresiones del crimen organizado ni, cómo atreverse uno a pedir tanto, en eso de proteger la integridad física de tantos periodistas asesinados, desaparecidos, golpeados y amenazados, si bastaría que la policía, los funcionarios, la autoridad, pues, no representaran colusiones con el hampa. A los altos mandos de las corporaciones policíacas y militares de inteligencia les molesta que los medios se hagan cargo ya de su impericia, ya de la sofisticación y temeridad de los grupos criminales. No sólo les molesta que se diga y registre lo mucho que son incapaces de hacer su trabajo o de empeorar la situación, sino que a veces terminan encarnando a Perogrullo y culpando a los medios… del terror en las calles.
En la obtusa óptica de no pocos funcionarios la violencia que vivimos en México no es pues culpa de rabiosos criminales ni de policías y militares corruptos. La violencia es culpa de… los medios. Cobardes que son en realidad las corbatas, no se atreven a citar qué medios, sino que se limitan a englobarlos así, en metonimias zafias. Los medios.
¿De qué se quejan si tienen a su favor el quehacer desinformador de las televisoras y su ensalada de divertimentos y distracciones?, ¿cuántos medios mexicanos realmente tienen las agallas de seguir haciendo un recuento periodístico de los hechos de violencia perpetrados por los grupos criminales (sin exentar en esa clasificación a los cuerpos de seguridad del Estado)? Salvo por unas cuantas expresiones de la prensa escrita y algunas plausibles valentías en la radio, la prensa entera se ha doblegado a la circunstancia de inseguridad pública, en la mayoría de los casos por miedo elemental o por simple sentido de supervivencia. La autocensura es la tácita manera de trabajar de miles de compañeros periodistas en México.
Pero el gobierno de los empresarios, la oligarquía que representa un pelele hoy quiere más, es decir, que se hable menos del asunto, de la imposición de un régimen de violencia que tiene un trasfondo de control social mediante el miedo: la distorsionada justificación que, en aras de la lucha al crimen, lleve al ejército a las calles (precisamente en año electoral); el gobierno busca que la poca prensa que todavía se echa el trompo a la uña silencie por completo sus crónicas amargas, sus críticas incómodas a un modelo policíaco agotado, copado por el crimen, cómplice sin más.
Lo que ayer declara un procurador impotente hoy lo reitera un presidente inepto o un secretario de Estado medroso. No es la primera vez –ni será la última– que la estupidez del régimen señala a la prensa como responsable de glorificar la violencia de nuestras calles. Tampoco será la última vez que veremos, qué duda cabe, cómo la corrupción ha podrido hasta la médula las instituciones judiciales de este país que, en los hechos, hace mucho que desgobiernan las mafias. Y no, eso nunca será responsabilidad de los medios, qué diablos.
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