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La tinta negra y roja. Antología de poesía náhuatl,
Miguel León-Portilla,
Era/ El Colegio Nacional,
México, 2008.
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El nombre de Miguel León-Portilla no es desconocido para los lectores, mucho menos para aquellos a quienes les interesa adentrarse un poco más en los misterios de los hombres que construyeron los cimientos de la caótica ciudad donde ahora vivimos. Libros suyos como El reverso de la Conquista o Visión de los vencidos son ya auténticos clásicos en el conocimiento de la historia precolombina. ¿Qué se puede encontrar entonces de novedoso en un libro más sobre la poesía náhuatl que durante años ha recogido y traducido este historiador?
En primer lugar, parece muy adecuada la fusión de una recopilación de poesía como ésta con pinturas de Vicente Rojo: como para los antiguos mexicanos, el lenguaje es amalgama de sentidos y sensaciones que van más allá de simplemente alternar unas páginas con otras. La tinta negra a la que hace alusión el título, decía Nezahualcóyotl, era la que debía borrar la hermandad, la nobleza y la comunidad, y ella domina algunas de las ilustraciones del libro, pero su sentido más bien se reivindica y se convierte en un elemento más entre colores que evocan nuevas experiencias sensoriales.
Pero, en segundo lugar, la selección que hacen Coral Bracho y Marcelo Uribe ofrece otro punto de interés para los lectores: agrupados en distintos “tipos” de cantos, la lírica náhuatl despliega su abanico para mostrar que los géneros literarios occidentales tenían su equivalente entre las composiciones de Nezahualcóyotl y sus súbditos, e igual le cantaban a sus guerreros y a sus dioses que al amor o a la poesía misma. En suma, le dan a la herencia prehispánica otra dimensión mucho más profunda que la que nosotros le hemos dejado en nuestra vida cotidiana, reduciéndola a nombres de utensilios de cocina, lugares o figuras en los billetes.
Para muchos, el nombre del señor de Texcoco tal vez sólo remita a ese municipio conurbado que ha crecido más allá de las pistas del aeropuerto, o probablemente alguien lo relacionará con la efigie de los billetes de cien pesos; sin embargo, León-Portilla lo saca del papel al traducir el canto que Cuacuauhtzin, señor de Tepechpan, le dedica. “Otra vez alegraos,/ venga a erguirse su corazón/ de aquel a quien causó dolor”, dice el súbdito del rey poeta, y luego lanza un feroz reproche: “Que se abra tu corazón,/ que tu corazón venga a acercarse,/ me odias, pides mi muerte.” Sin los años de labor de alguien como el autor de este libro, el misterio de tal reclamo quedaría en el olvido y nadie conocería la historia del triángulo amoroso en el que se vieron inmersos Nezahualcóyotl, Cuacuauhtzin y la prometida de este último, cuando el gran señor quedó prendado de Azcalxochitzin y decidió deshacerse de su incómodo rival enviándolo a una guerra con los tlaxcaltecas.
In xochitl, in cuicatl son los diálogos dedicados a la poesía, “flor y canto” para deleite de los nobles, que han llegado hasta nuestros días. Flores que no se dejan describir tan fácilmente pues, para empezar, “el mundo náhuatl no participa de la noción de poema tal como se concibe en Occidente”, explican los poetas que compilan el volumen. Por eso, la labor de León-Portilla no es simplemente la ya de por sí complicada y devaluada tarea del traductor literario, sino que la suya es una misión que empieza con el hecho mismo de identificar qué textos conformaban esos ramilletes floridos, para después trasladarlos a la visión mestiza de lo que es la literatura de nuestros días.
Erudito padre de lo que hoy podemos reclamar como la herencia literaria de los pueblos mexicanos, Miguel León-Portilla ofrece en la introducción al libro una explicación de los elementos formales que caracterizan a estas obras, como los temas o las figuras retóricas que más a menudo aparecen en estos versos. Advertencia que en lugar de restarle frescura al descubrimiento de las palabras de estos cantores, engrandece el significado que de ellos puede extraerse: el gusto por lo poético, bien desde una visión occidental o desde una precolombina, abundaba en las voces de los cantores mexicas, como se puede ver en las palabras de los “Consejos de la madre a su hija”, que a la letra dice: “Por un lugar difícil caminamos, andamos aquí en la tierra. Por una parte un abismo, por la otra un barranco. Si no vas por en medio, caerás de un lado o del otro. Sólo en el medio se vive, sólo en el medio se anda.”
La tinta negra y roja es una recopilación que, a pesar de recuperar textos ya publicados, hace que sean novedosos p tanto para lectores que suelen apreciar este género de publicaciones como para quienes se acercan a una de ellas por primera vez. Si bien es cierto que el náhuatl no es una lengua ni una cultura muerta pues nos rodea por donde quiera que lo veamos, desde los nombres de las colonias capitalinas hasta el modo en el que celebramos distintas fechas en el calendario (el día de muertos, sólo por mencionar un ejemplo), una antología como ésta hacía falta para mirar a través del cristal de nuestra cultura contemporánea, pero desde el lado contrario, el de esa heredad que se niega a sucumbir a la mal llamada modernidad.
A cincuenta años de la primera edición de su libro canónico, Visión de los vencidos , la pluma de Miguel León-Portilla renueva las voces de aquellos cantores muertos hace ya varios siglos. Qué mejor que recurrir a algunas de esas palabras nuevas que, hoy más que nunca, se antojan adecuadas para describir a este Papa de la poesía indígena precolombina con un canto dedicado a artistas y sabios: “El que pone las cosas en alto”: “El narrador:/ donairoso, dice las cosas con gracia,/ artista del labio y la boca./ El buen narrador:/ de palabras gustosas, de palabras alegres,/ flores tiene en sus labios,/ en su discurso las consejas abundan,/ de palabra correcta,/ brotan flores de su boca./ Su discurso: gustoso y alegre como las flores;/ de él es el lenguaje noble y la expresión cuidadosa.”
LA CANCIÓN DEL VERDUGO
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
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¿Dónde estás, Alacrán?,
Jorge Moch,
Planeta,
México, 2008.
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La evidente obligación de toda novela es la de ser, o intentar ser, heterodoxa: evitar la tentación de proclamarse epígrafe de una nueva variante narrativa o epígono de un modelo en vías de extinción; evadir la manida costumbre de comportarse a la altura de las circunstancias (¿por qué una novela negra ha de balear al lector y torturarlo a su manera?, ¿por qué una de ciencia ficción tiene que esmerarse en ocurrencias mecatrónicas?); escarnecer, en fin, lo que el canon encarece.
La lección de Poe fue muy puntual: el reto del cuarto cerrado del que era imposible escapar y donde yacía, implacable, el cuerpo del delito, supuso siempre un ejercicio de la imaginación: dudo que a algún lector, antes de llegar al final, se le haya ocurrido que el asesino de las dos mujeres que vivían en un segundo piso de la Rue Morgue era un orangután fugitivo. Con este desenlace imprevisible, el cuentista estadunidense no sólo inaugura la literatura policíaca, sino que asimismo deja claro que la solución del reto es lo de menos mientras resulte coherente (insólita pero verosímil), aviso que buena parte de la literatura negra de los dos siguientes siglos ha olvidado, atareada como está en regirse por un discurso lógico y una insaciable fe criminalística que hace del género (del subgénero, en rigor) un desafío racionalista antes que una pasión literaria.
Es por ello muy saludable que, de vez en cuando, se publiquen libros desobedientes que, si bien tienen todo el aire de familia, una seña de identidad muy clara, rejuvenecen la fábula policíaca con ingredientes de la literatura sin adjetivos. El detective Eneás Tassio y la historia en que se ve involucrado en ¿Dónde estás, Alacrán?, son de lo más atípico y, no obstante, se distinguen aún mejor que por sus desplantes irrevocables por la marea verbal, casi plástica de la voz del personaje –que en buena medida es la del propio relato.
Claro que resulta inconcebible que un matón lea a Keats y escuche a Schumann; por supuesto que los neologismos en que incurre el texto, y que interrumpen la narración del infierno del oficio pistolero, son menos dantescos que pedantescos, pero esta misma delirante sobreexposición –fotográficamente hablando– en el trazo del personaje y en la trama del libro, abonan a su favor, si nos separamos del “género” que la cuarta de forros nos vende (novela negra) para mejor atisbar el libro desde una perspectiva más provechosa: la de considerarlo una historia donde la escritura, como ocurre en las grandes novelas, es el verdadero culpable.
Y no es que la de Moch sea una obra excepcional. Pero es aún más claro que tampoco es una del montón. De hecho, comete abusos y truculencias evidentes. Lo que digo es que vale la pena enfrentarlos, pasar por ellos (lo cual no es deseable en el caso de muchas otras novedades editoriales), en razón de que su prosa es una fiesta y su escritura un ritmo, y su fraseo fariseo una impecable imprecación.
Puede que la historia a veces resulte levemente ampulosa y que los personajes no hayan sido delineados con rigor, salvo el aludido Eneás Tassio, un matón casi tan entrañable como el García de El complot mongol. No se cree uno, por ejemplo, el parecido entre el sicario de Guillermo Farías, Cirilo, y el detective Tassio; o bien, si se lo cree, no parece bien resuelta la argucia de dicha afinidad; no es muy convincente el enamoramiento del protagonista ni resulta verosímil que Farías, un ex funcionario vejado y envejecido por treinta años de encierro, consiga empleo como aprendiz de zapatero una vez cumplida su condena, y es asimismo caprichoso e inútil el glosario que pone punto final al libro, en virtud de que funciona a la manera de un bikini: lo que muestra es curioso pero insuficiente, y lo que soslaya es esencial.
Sin embargo, y a la sombra de estos reparos (sin duda significativos, mas no determinantes), lo que en verdad hace de ésta una novela a seguir es que su discurso es tan poderoso y su escritura así de insumisa que, a veces, la trama pasa a segundo término, ingente insensatez, en una novela negra, que deviene brillante acierto en un libro donde el lenguaje (“siniestras sombras de sombrero de fieltro y amenazadoras ascuas amarillas”) es una lengua aliterante, dura y exacta como un arma, sinuosa serpiente que lo devora todo a su paso.
El ensamblaje perfecto de esta arrolladora fuerza verbal con la naturaleza proteica del protagonista (un asesino que gustaba de las palabras, de su naturaleza plástica; un enamorado bobalicón, un “administrador de la muerte” que es feliz porque sabe que, en el fondo, lo que hay “es una variada gama de sutiles intensidades en la capacidad que tenemos de negarnos la crudeza de nuestra realidad”), configura la virtud esencial de la novela, mérito casi escultórico que consigue devolvernos dispersa, pero auténtica e inolvidablemente humana, la voz de su canción destrozada.
Jorge Moch es periodista e ilustrador. De un tiempo a esta parte (en los tres últimos años, según lo asienta la solapa del libro), le ha dado por la narrativa, como a la irreductible Pita Amor le dio en sonetizar. A la luz de la buena sazón que demuestra en ¿Dónde estás, Alacrán?, es evidente que debería cocinar historias más a menudo: se trata de un gourmet de la prosa destinado a escapar de las restricciones genéricas y a hacer verdaderamente novela del lenguaje , refinada repostería sobre la sangre del crimen.
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