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Hugo Gutiérrez Vega
LA BELLA DACIA
En una semana y media de viaje tranquilo visitamos las iglesias pintadas de Moldavia. Encabezaba la expedición el poeta Eugenio Vebeleann y los compañeros de viaje eran Alberti, Neruda y Asturias. Yo era escucha de tiempo completo y cargador de maletas. Un pequeño ensayo sobre La carta perdida, la genial obra de Ion Luca Caragiale, en la que se hace la crítica y burla de la demagogia parlamentaria y de la politización de pasillo, me dio el derecho a visitar mi amada Rumanía (sí, con acento en la i) y a viajar por los distintos rumbos del país con los ilustres escritores que, a su vez, amaban y admiraban a la vieja Dacia y a sus formidables artistas.
La primera parte del viaje se cumplió en Transilvania. Una tarde otoñal nos sentamos a beber un vasos de vino blanco en una taberna popular. Los árboles tenían ya sus bellamente obligatorios colores dorados y rojos y el crepúsculo los ponía a arder en la tarde apacible. Se acercó una niña gitana (morena con ojos violeta) y me entregó un ramito de flores. Busqué afanosamente en mis bolsillos y encontré solamente un billete de diez leis. Se lo entregué. Abrió tamaños ojos, guardó su pequeña fortuna en una bolsa de su delantal y, encantada por el regalo, me gritó con alegría unas palabras en lengua Magyar. Uno de nuestros compañeros me tradujo el singular agradecimiento. La hermosa chiquilla había formulado para mí un deseo: “Que viva tu esposa francesa.” No me dio tiempo para decirle que mi compañera era mexicana (de Querétaro para más señas) y que entendía el sentido de su alabanza. Para la niña y sus hermosas gentes la palabra “francesa” era un elogio rotundo. El resto de la tarde me quedé con su pequeña voz vitoreando a la esposa de su ocasional benefactor.
Pasamos otra tarde con el poeta Tudor Arghezi. Su casa era un jardín y su ánimo era jovial y dicharachero. Alberti había traducido sus poemas al español y el viejo patriarca de la poesía rumana era un lector incansable de los clásicos españoles, de García Lorca y de Machado (había conocido a Góngora en la bella traducción de Darie Novaceanu). Su español estaba trufado de palabras italianas que pronunciaba con entusiasmo gozando todos sus valores musicales. Hablamos de las “doinas”, las canciones tristes de la tradición popular y escuchamos algunos bellos ejemplos en la voz de María Tanase. Nos quedamos a cenar una mamaliga (plato hermano de nuestro tamal de cazuela) con mititei (pequeñas salchichas de cerdo) y sarmole (hojas de col rellenas de carne). El vino de las riberas del Danubio nos achispó un poco y regresamos al hotel cantando La Internacional. Los paseantes de la “Colea Victorei” nos vieron con curiosidad y algunos se unieron al destemplado coro (Asturias llevaba la voz cantante y Alberti le daba un tonito gaditano al canto de los obreros del mundo).
Fuimos a ver la puesta en escena de Rinocerontes de Ionesco (el gobierno de Maurer estableció una bien meditada apertura) y nos estremecimos cuando Radu Beligan, el patriarca de los actores rumanos, notó que le empezaba a crecer en la frente el cuerno de la mentalidad fascista.
La noche anterior a nuestra partida, la poeta Verónica Porumbacu nos llevó a ver una puesta en escena de Sombra , la segunda parte de la Trilogía del Poder del dramaturgo ruso Yevgueni Schwartz. Dirigía con mano firme la sutil sátira el entonces joven promesa del teatro rumano, David Ezrig. El talentoso director nos acompañó en la cena de despedida que presidieron dos poetas, María Banus y Mihai Beniuc. Los enervantes violines de los Cárpatos dejaron en nuestros oídos la voz doliente y alegre de la bella Dacia, enclave latino en la llanura eslava.
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