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José Carlos Somoza: el estilo fluctuante
Jorge Alberto Gudiño
Foto: cortesía de El Mundo |
Resulta incontrovertible el hecho de que todo autor delimite su producción literaria dentro de ciertos parámetros y mecanismos que permiten identificar cada uno de sus trabajos como partes de un todo. Más que un acto de voluntad, el estilo debe ser considerado desde la óptica de la sinceridad, según la cual todo desdoblamiento o contrasentido sólo puede acusar una búsqueda o imitación. Si hacemos caso a la máxima manida de que en todo proceso artístico el autor está presente y puede ser identificado a partir de sus manías y obsesiones, de sus traumas y su historia, entonces la definición de un estilo tiene que ver con qué tanto el autor reprime o no su propio ser al verterlo en escritura. Como el hecho de intentar descubrir la existencia personal oculta tras las formas literarias compete más a la psicología que al estudio literario, es preferible partir de una acotación diferente. La que sostiene que el estilo es la forma o la manera con la que el autor le da un toque característico a toda su obra. En cierto sentido, es el faro que permite al lector identificar un texto dentro de las costas de toda una tradición, ya sea meramente autoral o proveniente de una generación o época específica. El caso es que, conforme se avanza en la lectura de una obra determinada, se van encontrando guiños y coincidencias que saltan a la vista de inmediato; son la constante que permea las páginas para presentarnos a la persona oculta tras ellas.
En gran parte de los casos, el estilo del autor puede ser identificado en las temáticas que trata y en las formas que sigue para desarrollar las tramas que plantea. Más o menos compleja, la fórmula que genera a su literatura termina por concretarse. No es del todo injusto señalar que, a la larga, un escritor acaba repitiéndose. Como posible remedio ante ese imperativo, José Carlos Somoza (La Habana , 1959) parece haberse propuesto una ruptura constante cuando hay quienes optan por la contención que significa una obra breve. Siendo uno de los autores españoles más prolíficos hoy en día, ofrece una serie de novelas que se caracterizan por sus diferencias.
Es cierto que la mayoría de ellas están relacionadas con la intriga, con el misterio a desvelar. En ese sentido, vengan las primeras loas por su obra. Cargada de una intensidad perturbadora, logra trasladar al lector a parajes poco habituales sólo para crear una tensión dramática que será vencida por un giro de tuerca hacia el final. Intentar descubrir la forma en que resolverá tal o cual novela es un ejercicio por demás gratificante, pese a que casi nunca se logrará el cometido. Tal es la orientación que da a la trama. Trabajada desde sus inicios, el lector debe acostumbrarse a no dejar pasar detalle alguno por nimio o insignificante que parezca, porque puede ser éste la clave de todas las soluciones. No sólo las de la intriga particular, sino las de la novela completa. Sin embargo, hay un elemento que, en su disonancia, lo distingue en mayor medida.
Y es que todas sus novelas son diferentes. No sólo por el lugar común de pensar que busca contar tramas diversas, sino porque las inscribe en tradiciones separadas. Más allá del estilo personal, existe otro ámbito donde se le reconoce con mayor amplitud. Es un ámbito extenso que suele reducirse por la vía de los calificativos simples. Ahí es donde Somoza se siente a gusto.
Fuimos muchos los sorprendidos por La caverna de las ideas (Alfaguara, 2000) en la que, en medio de una ambientación en la Grecia clásica, la trama policíaca se debatía por ser la que llamara la atención frente al maravilloso planteamiento filosófico. El equilibrio entre ambos fue el triunfador definitivo que propició que buscáramos el resto de su obra. Fue entonces que el asombro se empezó a fraguar. Porque, independientemente del orden de las lecturas, el lector no tardó en descubrir que todas ellas parten desde cero, haciendo de lado las precedentes. Desde la novela erótica manejada con precisión en Silencio de Blanca (Punto de Lectura, 2002) hasta un homenaje que no se desvela sino hacia el final como es La llave del abismo (Plaza y Janés, 2007), pasando por una crítica a la estética futurista (Clara y la penumbra (Booket, 2002), una novela cíclica (La caja de marfil (De Bolsillo, 2005), otra con tintes cinematográficos (La ventana pintada (Alianza Editorial, 2002) y varias más; Somoza hizo de las diferencias su propio estilo. No sólo se limitó a las temáticas, las formas elegidas también fueron cambiando. Ha entregado novelas epistolares (Cartas a un asesino insignificante (Debate, 1999), otras de terror, bitácoras de traducción y formas diversas que se acoplan con exactitud a la historia que narra. Incluso se ha aventurado en la novela experimental (El detalle. Tres novelas breves (Random House, 2005), en la futurista Zigzag (Plaza y Janés, 2006) y en la de brujas (La dama número trece (Sudamericana, 2003).
Es lamentable que la obra de Somoza pase de un sello editorial a otro sin la difusión que tiene bien merecida. Es probable que este fenómeno obedezca, precisamente, a su mayor virtud. El hecho de plantear, primero, y atreverse a una forma novelística diferente en cada ocasión, puede volverse un elemento disuasivo para múltiples lectores que no encuentran el anclaje necesario para seguir el hilo de Ariadna que tiende a través de sus libros. Pese a ello, no se puede soslayar su intención creativa. No sólo porque resulta plausible dicho atrevimiento, sino porque, paso a paso, se va abriendo las puertas de sensibilidades estéticas variadas. Las que, a la larga, lo pueden congraciar con un universo amplio de lectores. Si a este atrevimiento se le suma el hecho de que algunas de sus novelas alcanzan una calidad fuera de la norma, que son capaces de mover sentimientos arrumbados antaño, que producen un interés intelectual mayúsculo, que confrontan a lectores bien plantados, entonces no puede sino recomendársele como uno de los escritores contemporáneos que más valen la pena. Sólo resta esperar la nueva sorpresa que nos tiene preparada, para sentarse a leer una nueva intriga en una forma y contexto diferentes: consagrando su estilo al tiempo en que renuncia a él. |