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Luis Cernuda y la ética de Las nubes
Rubén D. Medina
I. ANTECEDENTES. DOS PROFETAS FUERA DE SU TIERRA
Contemporáneos son Luis Cernuda y María Zambrano. Andaluces ambos. Él, iluminado por el aura del artista, fue siempre impetuoso y cordial (finalmente, un poeta); ella, alumbrada por la luz de la conciencia, fue siempre reflexiva y cerebral (a fin de cuentas, una filósofa). La distancia entre ambos, pese a esto, es sólo aparente. Coincidentes en varias experiencias vitales, acaso serían la Guerra civil española y la itinerancia que a partir de entonces tuvieron que emprender, las más significativas de su vida y las que más los aproximan y hermanan. Pero también el amor por la patria perdida, la sensación de orfandad nacional y el dolor por su Europa convulsa.
Ninguno de los dos estuvo solamente en México. Pero ambos vivieron aquí espléndidos momentos de su vida creativa. Ella pasa por este país, dicta conferencias en la Casa de España e imparte cátedra en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Durante su estancia, estudia, enseña, se enamora de los indígenas mexicanos (en un otoño moreliano “de indecible belleza”, el de 1939) y publica dos obras: Pensamiento y poesía en la vida española, y su pequeño libro Filosofía y poesía, (al que remito en las citas más adelante), un opúsculo tan breve como bello y sabio.
Él, por su lado, también vive en la trashumancia. Se establece por fin en México, en busca de una cultura más familiar y, sobre todo, de viejos amigos. Solamente su carácter megalómano permite entender que no mantuviera lazos estrechos con poetas como los miembros de la generación de Contemporáneos, tan afines a él. Es una pena: amistades tan análogas suelen producir proyectos generosos o, al menos, anécdotas llenas de color (recuérdese, por ejemplo, la coincidencia de Federico García Lorca y Salvador Novo en Buenos Aires).
En su largo destierro, Cernuda habría de publicar la mayor parte de su obra. Uno de sus textos, sin embargo, resulta llamativo en virtud de su valor testimonial, al amanecer mismo de la Guerra civil. Las nubes reúne su obra poética de 1937 a 1940 y es significativo precisamente porque es contemporáneo del conflicto bélico y del momento de su exilio.
Filosofía y poesía y Las nubes resultan dos textos de parejo sabor. Son producto de intensas sensibilidades y entre ambos hay vasos comunicantes inocultables. A hacerlos explícitos se avocan las líneas que continúan.
II. LA ÉTICA, LA ESTÉTICA. MARÍA ZAMBRANO MIRA LA POESÍA
Ninguna novedad reporta el trabajo de exégesis que se propone desentrañar la sustancia estética de la literatura. El texto poético, una vez reconocida su literaturidad intrínseca y rebasadas tendencias equívocas que insistían en verlo desde otros ángulos, se tornó centro de búsquedas de eficacia discursiva. En gran medida, la moderna ciencia de la literatura se ha propuesto descubrir los valores estéticos que lo identifican, que lo distinguen de otros tipos de expresión comunicativa. Y no cabe duda: inexcusablemente a eso debe orientarse toda aproximación a un texto artístico.
Esto no obsta, sin embargo, para que el material poético pueda ser observado también desde la traza de lo ético. También, en tanto que ética y estética devienen dos puntos de partida divergentes y aun opuestos en el quehacer artístico. La mirada desde esta perspectiva, si no nueva puesto que constituye un importante punto de vista del análisis social verbigracia, en el pensamiento de María Zambrano adquiere tonos relevantes.
El poeta –preciso es decirlo de una vez parafraseando a la filósofa malagueña– carece de conciencia ética. Le falta en la misma medida en que le sobra la intuición estética. En sus propias palabras:
La divergencia entre los dos logos [se refiere a la palabra filosófica y a la poética] es suficiente como para caminar de espaldas largo trecho. La filosofía tenía la verdad, tenía la unidad… El poeta no tiene método… ni ética.
Y sin embargo… El artista podrá carecer de método y aun de ética, según acabamos de advertir; pero es el recipiendario de un regalo envuelto en maravillas: el de la verdad, revestida de belleza, y el de la belleza, revestida de verdad. Un regalo en la medida en que carece de conciencia de su búsqueda y le resulta de la pura inspiración; esto es –según la estricta etimología de la palabra “inspiración”–, del aliento que le insufla vida y que de pronto lo asemeja a su creador y lo vuelve a él mismo creador y escudriñador de su entorno, no obstante que el regalo lo sumerja en un infierno:
El poeta siente la angustia de la carne, su ceniza, antes y más que los que quieren aniquilarla. El poeta no quiere aniquilar nada, nada, sobre todo, de las cosas que el hombre no ha hecho.
En esta especie de panfilia, el inspirado suele arrimarse a la realidad con los sentidos al aire. El poeta es un demiurgo, pero su sino es el tormento, aun cuando lo domine el amor o, exactamente, porque es amor quien lo domina. Al filósofo también. Pero el amor experimentado por éste es un amor álgido que se ampara en la razón, en la matemática de la pesquisa. La diferencia queda clara si la dilucida una mente clara. Como, por ejemplo, con estas palabras:
La razón no es sino renuncia, o tal vez la impotencia de la vida. Vivir es delirar. Lo que no es embriaguez ni delirio es cuidado. Y ¿a qué el cuidado por nada, si todo ha de terminarse? El filósofo concibe la vida como un continuo alerta, como un perpetuo vigilar y cuidarse
[…] El poeta no quiere salvarse; vive en la condenación y todavía más, la extiende, la ensancha, la ahonda. La poesía es, realmente, el infierno.
El filósofo cavila y vela. El poeta juega, juglar descuidado y ebrio de belleza; pero su juego –tormentoso– consiste nada menos que en crear el universo. El poeta juega, aun cuando flaquee de inanición sideral, “con hambre de espacio y sed de cielo desde las sombras de [su] propio abismo” (Rubén Darío dixit). El poeta juega. Juega el juego sempiterno del encanto. Juega a infundir en el otro su embriaguez de amor y de esperanza, con el alma puesta en el éter y con un pie en la realidad más real, ancla que lo ata al mundo y que le impide volverse ángel de puro fuego. O, dicho por la lengua de la andaluza, tiranizada –también la de ella– por otra:
El arte es juego, juego a crear. El trabajo no nos separa de la realidad y está encajado en ella, pues termina en algo efectivo y canjeable. El arte está por encima de la necesidad y del encararse de la realidad [La confesión: género literario].
Poesía y filosofía, pese a todo, buscan el mismo fin. Dar con él es labor de artistas y de pensadores, absortos los dos en el misterio por igual.
III LA POESÍA , SIN MÁS, ANTE NOSOTROS. ALGO ACERCA DE LAS NUBES
Afortunado el título del libro. El solo concepto de lo nuboso obliga a pensar a un tiempo en bruma y en altura, lo cual concuerda en plenitud con la intención original del escritor. En la nube anda a ciegas el poeta, incapaz de dar cuenta de la vida (como Quevedo: “‘¡Ah de la vida!' ¿Nadie me responde?”), pero desde la nube mira todo con la perspectiva de los dioses olímpicos y puede, así sea de manera parcial, juzgar la vida saludablemente alejado de la tierra. La bruma y la elevación son, pues, los dos rasgos isotópicos referenciales en cuanto uno pone los ojos en el fugitivo libro de Cernuda, y ambos son semas complementarios y antinómicos en el interior mismo de la obra. Se complementan y se enfrentan, en tanto que aluden simultáneamente al menoscabo de la claridad en el ámbito próximo y a la demasía de claridad como resultado de la elevada lejanía. Naturalmente, el poeta dice lo que quiere y dice más de lo que quiere. Y es que, en efecto, a fuer de decir, y a fuer de decir hasta lo que no desean, dan la impresión, los poetas, de habitar en el éter. En las nubes, según la expresión popular. Y según la no popular, en las nubes, igualmente. Así lo percibe también María Zambrano.
María Zambrano y Luis Cernuda (a la derecha) en Alcolea del Tajo, en una iniciativa de las Misiones Pedagógicas de la II República. Foto cortesía de www.elpais.com |
En medio de esa nube penumbrosa, sin embargo, cuánta irradiación luminiscente. Aunque el artista camina tropezando con sus propios pasos de ebrio, llega siempre a la meta de un razonamiento obliterado pero irrefutable, lo mismo que filósofo en claro silogismo. Aun ante el amor, nos descifra Cernuda, el final destino humano es la soledad. Aun ante el misterio, soledad. Y si todo se ha de saldar con la demostración del espejismo, la razón habrá de desembocar en la misma pregunta que se plantea la Zambrano , citada apenas unas líneas arriba: “¿a qué el cuidado por nada, si todo ha de terminarse?”
Pero exactamente porque todo habrá de concluir el artista escoge la intensidad de la vida. Tal el viejo poeta prehispánico, tal Pablo a los Corintios, Cernuda: “Como el tumulto gris del mar levanta/ un alto arco de espuma, maravilla / multiforme del agua, y ya en la orilla/ roto, otra nueva espuma se adelanta […]/ así siempre, como agua, flor o llama,/ vuelves entre la sombra, fuerza oculta/ del otro amor. El mundo bajo insulta./ Pero la vida es tuya: surge y ama.”
En pocas palabras, el carpe diem y el vértigo del amor en persecución desesperada de la lucidez, de la explicación de la armonía del universo, así surja, en principio, sólo del limpio encuentro de dos cuerpos. O según Zambrano: “Vértigo que va en busca de lo que sin ser todavía, le enamora, en busca del ‘número, peso y medida' de lo que aparece indeterminado, indefinido.” Porque, al cabo, el mundo se explica por el equilibrio de los amores y los desamores de todo aquello que lo integra.
El quiebre de ese equilibrio, naturalmente, cimbra al poeta y su amor estalla en estertor de agonía. Así, por ejemplo, cuando ve a su patria rota: “Soñábamos algunos cuando niños, caídos/ en una vasta hora de ocio solitario/ bajo la lámpara, ante las estampas de un libro,/ con la revolución. Y vimos su ala fúlgida/ plegar como una mies los cuerpos poderosos…/ Un continente de mercaderes y de histriones,/ al acecho de este loco país, está esperando/ que vencido se hunda, solo ante su destino,/ para arrancar jirones de su esplendor antiguo./ Le alienta únicamente su propia gran historia dolorida./ Si con dolor el alma se ha templado, es invencible…”
El mirar condolidamente los muros de la patria suya “si un tiempo fuertes, ya desmoronados” responde, a no dudarse, a un gesto de profundo amor. A Cernuda le duele su patria, y en ese dolor no trasparece chauvinismo, en el fondo proyección de egoísmo puro y duro. Le duele más bien con el dolor de la frustración de un proyecto colectivo y, acaso más todavía, con la pena del fracaso del arte –como expresión la más humana– ante la brutalidad de la fuerza irracional. Sin duda, en su tristeza hay huellas de reflexión. No existe oposición, sin embargo, con las tesis aquí expuestas. Paradoja sí, pero contrasentido no. Porque Cernuda sobrepone el sufrimiento en carne propia al análisis histórico. Y es que (una vez más la Zambrano ) la poesía es el pecado de la carne. “La poesía ha sido en todo tiempo, vivir según la carne. Ha sido el pecado de la carne hecho palabra, eternizado en la expresión, objetivado.”
Tozudez de la idiosincrasia hispánica (“polvo será, mas polvo enamorado”), Cernuda no claudica. Aun caído en la desgracia proclama a cuatro vientos su himno de esperanza. “Si con dolor el alma se ha templado, es invencible.” Y su esperanza se transforma en fe. Con el traslado que este itinerario implica: de la esperanza en que aún quedan resabios de razón, a la fe plena de ceguera pero inconmovible y firme. Al revés de Longino, el poeta sevillano opta por la bruma –la nube– para afincar en ella su credo en el futuro.
Sin contrasentidos: Cernuda carece de método ético; más aún, carece de interés por proceder de acuerdo con método ético ninguno. Pero ama, cree y espera. En la sinceridad sin ambages de su amor, de sus creencias y de su esperanza radica la honestidad de su poesía. Ésta –coherencia discursiva diríase si se hablara de la verdad del texto narrativo– parece constituir la piedra angular de su constructo discursivo.
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