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La videocracia enjundiosa
México, como han señalado sesudos señores, vive en medio de una videocracia; son los dueños de las televisoras, sus atildados, prejuiciosos y pequeñoburgueses, clasistas, racistas ejecutivos, productores y comentaristas, todos soldados de una misma hueste que mira con admirativa anuencia a naciones poderosas como Estados Unidos –particularmente a Estados Unidos–, que en los hechos halan las riendas de este pobre país. En apariencia regidos por el gobierno de Felipe Calderón (pero el suyo es un guiñol, utilería sacada de las bodegas de las televisoras), en realidad quienes moldean nuestra existencia, la proyectan hacia un futuro calculado exclusivamente por ellos y para ellos, son los señores de las televisoras y sus más cercanos socios y contlapaches, puñado de señores feudales, acaparadores y monopolistas empresarios, industriales, comerciantes y banqueros y una miríada de caciquillos que quisieran ser parte del club. Allí buena parte de los nombres que en cerrado cónclave controlan la mayor parte de la riqueza nacional: los Servitje, los Slim, los Alemán, los Salinas, los Azcárraga, los Zambrano, los Hank, los Chedraui y una cohorte de míseros politicastros e imitadores devenidos en crasitos de rancho. Todos ellos rodeados siempre, claro, de dos o tres pelotones: sus leguleyos, sus guaruras y sus achichincles. En la cumbre, intocable, inabarcable, la videocracia enjundiosa, tal que fuera diosecillo o el poderoso genio de la lámpara, plasma o desintegra verdades, endereza o inventa la realidad que luego terminamos padeciendo todos los que somos perrada, quita o pone políticos y siempre encuentra el músculo, la maña, el descaro para encumbrar o precipitar funcionarios, empresarios, banqueros o simples ciudadanos de acuerdo con sus íntimas simpatías o, más bien, a sus monetarios intereses, y cuidando siempre la cercanía con ese poder político, casi imperial en México, que la videocracia simula reconocer como superior a ella por lo menos mientras dure el sexenio del presidente en turno. Lejos estaba Edmund Burke de sospechar el alcance de su axioma cuando, hacia finales del xviii, pronosticó que la prensa sería el cuarto poder, último en la fila, según la cándida inocencia de la época, después de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Quién hubiera dicho, don Mundo, que no la prensa, sino una de sus más recientes expresiones, la televisión, rebasaría por la libre a los otros tres para después amasarlos, como dios, a su imagen y semejanza. Pero la televisión, aunque también suele sacar adanes políticos del lodazal, más bien los confecciona con la chequera. Televisa sola tal vez representa una economía mayor que la de países como Honduras o El Salvador. Y esa fortuna, además de los ingresos provenientes del chocolatoso rejuego político, sobre todo durante procesos electorales, le viene desde luego de la publicidad con la que se emboba y embauca al gran público pasivo. Buena parte de los ingresos generados por esa publicidad llegan de la industria de la comida chatarra. Y desde el cuasi monopolio de la comida chatarra opera la intransigencia de la ultraderecha recalcitrante. Su cercanía, su preeminencia entre la gente del dinero, el clero y los medios le obsequian un poder peligroso para la democracia; allí, por ejemplo, las presiones para sacar del aire a periodistas y comentaristas de noticias que resultaron incómodos –por veraces– a intereses ideológicos o partidistas. Ejemplos claros tuvimos ya en lamentables episodios que los miembros de la videocracia suponen cosa pretérita y soterrada, pero que no debemos olvidar nunca: la presión ejercida, mediante amenazas de retirar contratos publicitarios, para que Carmen Aristegui, Javier Solórzano o Ciro Gómez Leyva y sus respectivos equipos quedaran fuera de sus propios espacios informativos, ya en Multivisión, ya en la W Radio, ya en Canal 40, porque se atrevieron a poner en la mesa, sin tapujos, el tema de reputados clérigos que perpetraron crímenes sexuales contra niñas y niños. Como reza un delicioso refrán de buen cristiano, la mula es mula, aunque la carguen de santos. Y allí está, pues, la videocracia enjundiosa. Su altar el foro. Su sagrario el televisor. Sus oficiantes corbatitas y bigotitos que ya sabemos, desde las sombras o ante la cámara, recitándonos todo el día el responso de lo que debemos comer, escuchar, beber, creer y vivir, con la anuencia de la utilería pseudo gobernante y su señor padre, dios divino sobre todas las cosas: el pinche dinero.
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