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Hugo Gutiérrez Vega
PASANDO POR LAGOS DE MORENO
“Con el ademán callado/ de quien se encuentra acodado/ en la orilla de una mesa,/ pensativo y olvidado”, decía el gran poeta (algunos insisten en definirlo como “gran poeta menor”. Ignoro lo que esto significa, pues poco sé de esas cosas de las estatuas, los premios, homenajes, menciones y alabanzas. En cambio, sé mucho de silencios, ninguneos, olvidos y otros vejámenes), Francisco González León en su Lagos de Moreno de principios de siglo. Su pequeña ciudad crecía despacio y desperezaba sus mañanas levíticas con las llamadas a misa interpretadas por las campanas de la enorme parroquia de las esbeltas torres. A ellas, como a la de la “bizarra capital” del estado que vio nacer al padre soltero de nuestra poesía Ramón López Velarde, daba pena “que no pudiera oírlas el Papa”.
Allen Philips, Alfonso de Alba y, sobre todo, Ernesto Flores, nos han permitido entrar a ese mundo de silencios, claroscuros y tenues vibraciones de color vivo en la poesía del refinadísimo boticario de Lagos. Sin embargo, los esfuerzos divulgadores no han sido suficientes y la obra de González León sigue en la sombra y sólo es conocida por los verdaderos amantes de la poesía. Los críticos de la ciudad capital, para evitarse problemas y ante las dificultades presentadas por una poesía que no habla de las personas, los paisajes y las cosas, sino del aura casi imperceptible que las rodea, la han enviado sin más al apartado de lo pintoresco y de lo provinciano. Además, con frecuencia es olvidada por los antologadores o por los desmemoriados y facciosos historiadores de la literatura nacional. Cuando el nombre del poeta aparece en uno de esos mamotretos pandilleriles, apenas merece una mencioncita de paso y por no dejar. “Alumno de López Velarde” (el mismo Ramón lo llamó “poeta consanguíneo” y reconoció su magisterio en algunos aspectos de la construcción metafórica), “cantor de la provincia”. Estas son algunas de las definiciones asestadas por los críticos desaprensivos. En cambio, López Velarde, clarividente, lo llamó “monje de emociones intermedias” y festejó con entusiasmo la aparición de sus libros.
Lo vi en 1944, un año antes de su muerte, cruzar la plaza cuando el reloj de la parroquia dejaba caer las doce campanadas del Angelus (“el ángel del Señor anunció a María”). Iba rumbo a su casa-botica, caminaba con paso cansado y se cubría con un sombrero de fieltro negro. Era muy delgado y usaba unos anteojos redondos, un bigote blanco y recortado sombreaba los labios que se le habían ido borrando. Yo, entonces de nueve años, sabía que era poeta, pues así me lo había dicho mi abuela, su admiradora local más entusiasta. Me acerqué, me le puse enfrente y, sin preámbulos justificatorios, le solté la pregunta: “Señor, ¿usted escribe versos?” Se me quedó viendo con curiosidad, me acarició la mejilla y me contestó: “Sí hijito, pero ya no vuelvo a hacerlo.” Lo vi alejarse. Al llegar a la puerta de su casa me saludó con una mano larga y pálida. Agité mi mano y salí corriendo rumbo a la casa de la tía Luz María, donde ya hervía el caldo con verdura y se molían en el metate las delgadas “pacholas”.
González León murió en 1945 y su interrogador se fue a Guadalajara. De tarde en tarde regresaba a la pequeña ciudad para “pasar las lluvias” en los resecos y ruinosos ranchos de mis tíos, o para cumplir los ritos de agosto con sus charros bravucones, sus enormes cazuelas de arroz colorado, mole de guajolote, frijoles refritísimos en manteca de cerdo y tostadas hechas en el mismo perol de las carnitas.
Lagos ha dado escritores como Rosas Moreno, Mariano Azuela, González León, Federico Carlos Kegel, Bernardo Reina, Vicente Veloz González (que fue diplomático, acreditado en nuestra embajada ante el Zar de todas las Rusias), Antonio Moreno y Oviedo, Carlos González Peña y el padre Agustín Rivera, notable historiador, viajero por “ las Europas” y liberal de pura cepa. La enorme familia de los Anaya guardaba muchas anécdotas del clérigo historiador visto con desconfianza por la jerarquía eclesiástica. Tenía una inteligencia muy sutil y bien adiestrada en la dialéctica necesaria para defender su discreta posición heterodoxa. En una ocasión, se enfrentó con prestancia y notable exactitud a la risueña malicia de mi bisabuela. La vigorosa matriarca conversaba sobre las cosas del cielo y sus reflejos terrenales con su confesor y compadre, mientras pelaba los duraznos criollos para hacer el famoso dulce conocido con el nombre de “tirilla”: “Compadre, se habla mucho y muy mal de las beaturronas. ¿Podría usted decirme quiénes son? El clérigo acabó de liar su cigarrito de hoja y contestó con una voz bajita y cantarina: “Las que hacen tirilla de durazno, comadrita.” Con estas sutilezas se manejaba para evitar la cólera de una sociedad cerrada y rígida, muy crítica de un pensamiento al que reputaban de “inficionado de liberalismo”.
Hace poco vi de lejos a mi añorada ciudad de la infancia. Pasé al lado de la Mesa Redonda , la montaña tutelar y, entre los tonos anaranjados de la atardecida, distinguí las dos torres esbeltas de la parroquia con tamaños de catedral. Pensé en González León y en aquella niña de su escuela a la que describe con sensualidad conmovedora: “Sus manos, lenidades de paloma,/ sus manos escolares que me empeñé en besar,/ sus manos que exhalaban el aroma de un lápiz acabado de tajar”. Le dije con el pensamiento unos versos suyos: “La vida es enigmática y artera/ y mi emoción es tan pequeña que...” El autobús se alejó del valle y la noche llegó a la Sierra de Comanja.
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