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Angélica Abelleyra
Cristina Riveroll: ser amante del barro
Después de treinta años acepta gustosa que el barro y ella se entienden. Y con cierta dosis de picardía, Cristina Riveroll (DF, 1953) dice que esa masa viva y dócil es como un amante al que hay que tratar bien, seducirlo, enamorarlo con las manos y con todo el cuerpo para que tome forma y, por fin, se muestre, hable y pueda ser nombrado.
De pequeña todo lo destruía. Era la traviesa de las tres hermanas, y de muchas maneras tuvo la intuición de que el arte la conformaría más como un acto de construcción que de destrucción. Para empezar, prefería el mundo bohemio que la vena materna le regalaba en tertulias entre escultores y cantantes, a la vida de negocios alrededor del padre. Luego, junto a su madre, fue afinando su gusto con los viajes por Oaxaca y Teotihuacan, donde admiraba vasijas y objetos de cerámica. Pensó al principio que sería arqueóloga, luego escritora al cursar Letras hispanoamericanas en la unam , pero el sendero se modificó cuando estudió cerámica en la Escuela de Diseño y Artesanías del inba , en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la unam y con Harry Stringer en Inglaterra.
Entre todos sus maestros, Gerda Gruber fue su guía indiscutible y el barro cada vez más su compañía. Sin embargo, ese vínculo cambió un poco al casarse, tener hijos (dos mujeres y un varón) y un oficio con la cerámica de manera más intermitente, primero en objetos utilitarios (platos, tazas y jarras) que le ayudaron a hacerse de pericia técnica, y luego con la modificación de formas que la condujeron a caminos sinuosos, impredecibles, que después entendería como su personal florecimiento.
A la par de cambios en su vida personal, salió de su taller una especie de coral que se convirtió en su manera de hablar(se) con el barro. Columnas sensuales, llenas de movimiento y erotismo a través de sus paredes delgadas y rugosas. Pieles sensibles y receptivas, sus corales fueron la vía para que Riveroll llenara de simbolismos aquella obra de bases sólidas y cuerpos aireados por ondas y pliegues, siempre envolviendo el vacío y aludiendo a lo inabarcable femenino. Porque sus cerámicas pueden ser cuerpos coralinos, conchas marinas o labios vaginales despiertos.
Luego de estas presencias que parecen habitar el mar, de las manos de Cristina han surgido otras que son piedras o rocas con más fortaleza en su base; sin embargo, las piezas sucumben en sus alturas al movimiento que nos recuerda un árbol de jacarandas o el vaivén de ramas gracias al viento. Fortaleza y fragilidad en convivencia plena.
Como buena ceramista, la paciencia ha sido para ella una compañera. Y las diez o más horas que espera cada pieza en el horno no la mortifican; es parte del proceso. Piensa más bien en términos del no-tiempo, en su propia intuición y en un manejo personal del paso de los minutos. Porque si algo sabe Riveroll es que si el artista no logra dialogar con el fuego y no aprende a escuchar con las manos y con los ojos al barro, éste te traiciona (sí, el barro otra vez como amante).
El azar le encanta y asume que el oficio que eligió está colmado de sorpresas. Por eso disfruta tanto la apertura del horno y esas formas y colores que adquirió cada coral, cada trozo de barro seco, pero nunca endurecido por la rigidez ni el pasmo.
Tan cercana a la literatura como a los sueños (hizo también una licenciatura en psicología) advierte que una parte fundamental de su obra está ligada a los títulos. Como los escritores, cree que el nombrar le da realidad a las cosas. Así, en su oficio, además de darle cuerpo al barro, completa esta materialidad al nombrar cada pieza. Muchos de sus títulos aluden a esa experiencia de vida cuando dormimos y nos conectamos al origen, a nuestra profundidad inconsciente. Otros se ligan a las huellas que dejan en nosotros el tiempo, las grietas de las pérdidas o del sufrimiento.
Y como Cristina acepta que en su obra sí hay autobiografía, ve en las hendiduras de sus corales algunas heridas del alma, y a ese vaivén de corales y troncos como su propio florecer.
Con exposiciones individuales y colectivas en varias ciudades de nuestro país, más algunos premios en Ciudades de México y Monterrey, esta ceramista se ubica como de la “vieja guardia”, que aprendió en el torno con un maestro que no verbalizaba su conocimiento, sino que aprendías sólo si estabas atento a ver sus manos moldeando el barro. Y también se siente muy privilegiada en el oficio que eligió, pues trabaja con los cuatro elementos que dan sustento a la vida: el fuego, la tierra, el aire y el agua que debe aprender a armonizar para darles el simbolismo que le hace entender un poco de su propia existencia.
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