Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
Christopher Something
MARCO ANTONIO CAMPOS
Viaje
PANOS K. THASITÍS
Un mundo hermenéutico
ADRIANA CORTÉS COLOFÓN Entrevista con ANGELINA MUÑIZ HUBERMANN
Saint John Neumann
AGUSTÍN ESCOBAR LEDESMA
Carlos Pellicer, cantor perdurable
GUILLERMO LANDA
La “ciencia” contra el cambio climático
LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO
Leer
Columnas:
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA
Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Carlos Pellicer, cantor perdurable
Guillermo Landa
“Leer los versos de don Carlos Pellicer es un deleite consumado. Oírlo recitar sus versos es ya un transporte a las zonas de la belleza suficiente.” Así acotaba don Alfonso Reyes, en mayo de 1957, su Discurso académico sobre el lenguaje refiriéndose al “sumo poeta” quien, junto con don Antonio Castro Leal, hicieron de padrinos de nuestro “gran civilizador cultural”, para instalarlo como Director de la Academia Mexicana de la Lengua. El que vino de Tabasco con golpes de sangre maya sojuzgaba a sus auditorios con esa voz de barítono, por cuyo timbre robusto, enérgico y sonoro está destinada a reforzar el bajo y amalgamar el conjunto de las voces de bajo y tenor. Si su espíritu religioso lo hubiera llevado a la clericatura, habría figurado como bajete o tenor bajete en la música eclesiástica. Pero, ya se sabe, la biografía como la historia no incurren en el error de ingerir o entreverar supuestos o deseados destinos. La voz de Carlos Pellicer tendría que aplicarse a toda causa civil y a la defensa de un proyecto americanista de liberación (presidente de la Sociedad Bolivariana de México). Existencia laical, aunque intimara, durante toda su vida, con el fervor religioso y el mohín católico. Activismo político (escritor antifascista solidario con la República española, presidente del Comité Mexicano de Solidaridad con Nicaragua). Organización de museos. Función pública. Acción académica. Senaduría. Son algunos de los timbres que ensalzaron y ennoblecieron su longevidad.
Foto: archivo La Jornada |
Jaime Torres Bodet lo recordaría como “un joven pálido y atildado de mirada profunda, cejas gruesas y palabra cálida, varonil”. Salvador Novo lo describiría siendo un “poeta melenudo que con voz muy potente, muy gruesa, muy sonora, decía versos que no se parecían en nada a los que yo leía en mis libros de poemas”. Voz que a la edad de treinta años estaba acondicionada para la sensualidad, el ritmo y la riqueza de la existencia, de la vida poética. Nuestro Carlos de América, el poeta de América, como lo llamó Gabriela Mistral, terminaba la primera juventud de su poesía con Camino, un libro que recogía sus andanzas e impresiones mediterráneas: Medio Oriente, el Adriático, Grecia, Sicilia e Italia.
Me detengo en algunos lampos de La oda a Díaz Mirón, que ritmó en París, movido por un “recuerdo cenital” de cuando, en 1919, trató en La Habana “al poeta colosal y maravilloso”. Ofrenda lírica que se enlaza con la admiración que Rubén Darío manifiesta a l'altissimo poeta en sus Medallones de Azul. En ella el “aprendiz de huracanes” confiesa su noviciado de escritor cósmico: “Aún no se amargan los labios escolares/ de no saber decir como quisieran/ del fuego, de la tierra y de los mares.”
Se trata en realidad de una deposición humilde ante la presencia señera del “Poeta-Artífice.” Ya la composición poética, nutrida de sobria moral, arrancada la raíz del rencor, se inicia agitada por un sentimiento de piedad, que atempera cualquier arrogancia juvenil: “A tu vejez solar llego ceñido/del laurel invisible de ser joven,/ familiar a la muerte y al olvido.”
Los versos endecasílabos, de correcta factura, enraízan en tierra tórrida y plantía, aunque transitan por aquella región veracruzana aparejada para la floración de naranjales encendidos por la lluvia: “Del mar al Citlatepetl va tu rumbo:/ por cada estrella que cintila en el monte/se zambulle en el Golfo un largo tumbo.”
Esta ha sido la ruta de suministro poético de Clearco Meonio entre los árcades de Roma, de “el enamorado de Pluviosilla” Rafael Delgado, de Jorge Cuesta, de Rubén Bonifaz Nuño, de Librado Basilio, y de muchos más con mérito notable. El “poeta de los sentidos” recorre el mismo paisaje, desembarca el mar junto a la casa del “Poeta-Faro de los temas ardientes.” Se acoda en balaustrada espléndida; clara referencia al Parque Juárez de Jalapa desde donde se contempla el Cofre de Perote y los bosques mesófilos en las estribaciones de la sierra templada de Orizaba y Huatusco cubierta de niebla. Y cuando el tiempo levanta “De una hora a otra hora se dispersa/ el horizonte pálido y desnudo.” Prosigue el Tabasqueño la ascensión itineraria para robarle al Veracruzano su rayo, con cuya lumbrada encendiera los hitos luminosos del cuadrilátero cósmico sobre la montaña emblemática de los nahuas, el Nahucampatepetl, la marca del cuatro veces Señor. Cima excelsa, alto dominio, en donde la “Oda” de Pellicer entronizara a Díaz Mirón.
Pero la voz del “tropical insobornable” tenía que ser continentalmente política… “por mi emoción bolivariana y por mis viajes y largas estancias en casi toda nuestra América se me puede calificar… de poeta continental”, afirmó alguna vez el propio Pellicer, quien, desde antes y hacia hoy, hubo cantado con tesitura grave, dulce o rugiente ¡América, América mía! Voz que sigue afinada en las Estrofas a José Martí. El poeta, que con exultación dariana, sin dejar de llorar sus males, había cantado a los puertos y playas del Continente heroico, antes que Neruda, con renovada entonación civil reclama, menesteroso, la presencia del hombre apostólico de Cuba, pues Una vez más mi América se juega su suerte. Corría el año de 1961, fecha a la que se retrotrae al revés militar del desembarco mercenario en Playa Girón y el triunfo de la Autodeterminación de la Isla. Apenas sosegada aquella exasperación y entonamiento de su voz con que ajustaba el Discurso a Cananea, requiere, esperanzado, al mártir de la sabana de Dos Ríos: “Te necesito en esta hora/ en la que la militarada/ una vez más a Bolivar destierra.// Te necesito en esta hora/ en que el cadáver de Sandino/ en mi corazón se quema.// Te necesito en esta hora/ en que el petróleo y el estaño/ han empezado a entrar nuevamente en mis venas.// Te necesito en esta hora/en que mi lengua cristiana/ pregunta a los ricos por tanta miseria.”
Yo evoco aquí esa voz, ya no con aquella tonalidad pictórica y casi atlética que nos transmitió en Colores en el mar, sino la unciosa y devota con que recitaba sus Cosillas para el Nacimiento. Representación de dicho misterio que anualmente formaba conjuntando todas las artes, la arquitectura, la pintura, la escultura, la música y el poema.
Hago mi remembranza de cuando, en 1966, siendo Presidente de la Asociación de Escritores de México AC, don Carlos me acreditaba como su miembro activo. Era la mañana del 25 de noviembre, el “buen místico” Pellicer, según lo llamara Vasconcelos por su amor a lo divino, el parlamentario y poeta épico José López Bermúdez y el versador novel de Huatusco, caminábamos bordeando los arriates de la Alameda Central de Ciudad de México, rumbo a la Casa del Periodista, en el número 8 de la calle Filomeno Mata, donde sesionaban los escritores.
El autor de Teoría de la palabra, tratadito filosófico prologado por Samuel Ramos, y del poema “Canto a Cuauhtémoc”, cuya universalidad y simbolismo mitológico elogiara Alfonso Reyes, guiaba nuestro trayecto, monologando sobre la llama religiosa de la poesía de López Velarde, alimentada de clima provinciano, de la palabra de catecismo y de tierno amor romántico, cuando improvisamente Pellicer nos anuncia con alegría seráfica: “Quiero decirles mis queridos amigos que, en el Valle de México, Cristo está por nacer. Los invito a ver, dentro de un mes, mi obra maestra. Lo único notable que hago en mi vida. El Nacimiento que organizo cada Navidad en mi casa” y así, la mera Nochebuena, en el barrio más poético del Distrito Federal se escuchaba la profecía cumplida: “En el Valle de México/ Cristo ha nacido/ Quien tenga corazón/no lo tenga escondido.”
Estos versos, que forman los instantes fervorosos de sus Cosillas… se inscriben en el discurso cristiano del ritual franciscano, que reproduce la topografía simbólica de la encarnación, desplazándolo de Belén a los lugares comarcanos de la devoción católica, al espacio propio de los creyentes. Tal sucedía en su casa de Sierra Nevada en Las Lomas del Distrito Federal, el lugar metafórico del poeta o en un pueblo del departamento de Nueva Segovia, Nicaragua, donde, con marimba de arco se cantaba:
“Cristo ya nació/ en Palacagüina/ échenme el jabón/ y una tal María./ Ella va a planchar/ muy humildemente/ la ropa que goza/ la mujer hermosa/ del terrateniente.”
“En la elaboración del Nacimiento que ponía cada año –comenta Ivette Jiménez de Báez–, Pellicer trabajaba con la luz, el tacto, el agua, el espacio y el tiempo; la mirada y el oído alertas para la captación del ritmo de las formas y su demandante necesidad de concreción.” No creo, como opina la antóloga, que esta vivencia lo hizo llegar a la forma naciente del Verbo como una experiencia mística. Si bien es cierto que en la poesía de Pellicer campea un hondo sentido religioso y su yo individual se empeña en seguir el camino cristiano de perfección, pasando por momentos de la vida contemplativa cuando dice: “Sólo el amor de Cristo tiene montañas con vistas al infinito”, de La palabra en la noche, no logra despojarse del “bosque de palmeras para llegar al mar”. Pura exterioridad, que el genio del poeta pudo mudar en traza afectiva. Transmutación en libertad de Hombre paisaje y fuego, pero no unión misteriosa con Dios.
Carlos Pellicer en Tepoztlán, ca. 1970.
Foto: Amex/ archivo La Jornada |
Hay, por supuesto, en el poema “La voz” un intento de hacer volver al Dios facundo del relato del Génesis, pero al modo simbólico del discurso mítico: “La voz del callar nos dé fuerzas… para ser la voz íntegra que al Paraíso/ de la voz de Dios vuelva/ en la voz de los ángeles que no caerán/ jamás.” A pesar de que algunos textos nocherniegos se iluminan súbitamente con “La Luz nacida [que] sólo tiene palabras de eterna Vida”, con “La Luz que se ha encendido/ nos ayuda a entender/ lo que es la eternidad;/ es un acto de fe”, no reflejan la hendidura del deseo místico, menos del ilapso. Ni “la noche de los sentidos”, ni “la noche del espíritu”, se experimentan en la poesía que “yo era en secreto”, pues el sanjuanino-villahermoseño fue simplemente un católico devoto, que no alcanzó la subida nocturna del alma como el fraile de Fontiveros o el mallorquino Lulio.
Carlos Pellicer, poeta terrero, habitador de la tierra, que palpita con los ritmos de nuestra patria continental, que habla con el lujo de las aves tropicales, con la fogosidad de las zonas tórridas, que canta con la escala cromática los gritos marítimos de la aurora: “ el mar –que no es un aspecto físico del Mundo, sino una manera espiritual…” al que se subordina el “poeta de rumores acuáticos” (Reyes). Su sentimiento poético: “la humildad, el asombro, la alabanza al creador y a la vida”, según la aclaración de Octavio Paz. Pues lo mismo impostaba su voz cantando el huracán de piedra de Tepoztlán o la desmesura del paisaje tropical, para prodigarse en el poema encomiástico, que afinaba su lirismo religioso con la modulación musical de unas cancioncillas, para ser entregadas anualmente como aguinaldo a la devoción navideña del altiplano.
Carlos Pellicer, aeda que, como los de su progenie en la Pieria (Tracia), primera morada de las musas, hace perdurable la invención más genial del hombre: el canto.
|