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Emociones peligrosas
Susana Corcuera
Foto: Chema Madoz |
Lo único real de la Historia son las leyendas, declaran algunos etno-historiadores. ¿Qué tan descabellada es esta afirmación? Partiendo de que los relatos hablados o escritos son manifestaciones de épocas específicas, es válido pensar que las leyendas reflejan lo que percibe una sociedad en un momento histórico determinado. Estas percepciones no se encuentran en documentos oficiales y, aunque otros textos utilizados por los académicos dan una idea del estado de ánimo de una población ante una guerra, por ejemplo, las leyendas tienen el valor de que se alimentan de las emociones más profundas. Con la literatura sucede algo parecido: aunque los relatos surjan de la mente de una sola persona, por libre que sea de manipular la realidad, el autor está irremediablemente atrapado en su entorno. Por eso la ficción es una ventana a la historia pequeña, a la cotidianeidad que, en ocasiones, poco tiene que ver con los grandes acontecimientos. Aunque el escritor no pretenda dar una idea del mundo que lo rodea, su lenguaje, sus temas, su relación con el otro, son los de su época.
Como en muchos países, en México con el derecho al voto las mujeres empezaron a cuestionar abiertamente una serie de paradigmas fundamentados en una sociedad regida por hombres. Uno de estos paradigmas, quizá el más abordado por los jóvenes escritores actuales, es el de la infidelidad. Antes de los movimientos por la liberación femenina y de los métodos anticonceptivos seguros, mientras que la infidelidad masculina era aceptada, las mujeres infieles actuaban con una discreción nacida del miedo, lo que sesgaba las estadísticas y llevaba a creer que las necesidades sexuales de los hombres eran mayores y, por consiguiente, tenían más derecho a ser infieles. De ahí el revuelo causado por el informe Kinsey, en donde quedó al descubierto que alrededor del diez por ciento de los hijos de las parejas involucradas en un muestreo no eran del hombre a quien se le atribuía la paternidad.
En la literatura, hasta hace relativamente poco, las mujeres adúlteras solían pagar sus amoríos de la peor manera posible: Tolstoi arroja a Anna Karenina a las vías del tren; Emma Bovary prefiere envenenarse que sufrir las represalias de la sociedad. Más adelante, aunado al instintivo temor de los hombres de criar a personas que no propaguen sus genes, el puritanismo de la época victoriana convirtió al erotismo, sobre todo al deseo sexual femenino, en una depravación moral. Pero, como lo plantea la dialéctica, el ser humano busca el conocimiento a través de las oposiciones. Por eso no es raro que estén surgiendo cada vez más voces que preconizan la libertad sexual en el sentido extenso de la palabra, lo cual se facilita gracias a los métodos anticonceptivos –de los que ya habíamos hablado– que permiten separar al placer de la procreación y llevar a un mismo plano el deseo sexual femenino y masculino.
En contraposición a este bombardeo de ideas en torno al sexo rápido, fácil y sin consecuencias, han surgido escritos que abordan el tema de otra manera. En La historia del mundo en diez y medio capítulos, Julian Barnes separa al sexo puro del ligado al amor y concluye que, como el nombre lo indica, los grandes amantes se distinguen justamente por su capacidad de amar. En México, Federico Reyes Heroles, en su último libro, Canon, rompe con los esquemas tradicionales y, en lugar de castigar a la mujer infiel, explora su punto de vista, aceptando que tenga los mismos impulsos que el hombre. Pero quizá lo más interesante de Canon sea el siguiente cuestionamiento: ¿para ser feliz se debe ser infiel? La pregunta adquiere sentido en una sociedad donde el sexo se ha convertido en un gran negocio; una sociedad que, como lo dice Marcuse, lo ha convertido en un bien mercantil: ya no importan el compromiso, el amor, la amistad o la calidad de las relaciones, ni siquiera importa la satisfacción de un deseo, sino la cantidad de conquistas.
Desde el punto de vista científico, en El tercer chimpancé, Jared Diamond defiende la teoría de que, aunque el ser humano es monógamo por razones biológicas y evolutivas, como sucede con otros mamíferos y aves, desde esta base monogámica no es raro que tanto los hombres como las mujeres busquen relaciones sexuales fuera de los lazos que implica establecerse en parejas. Haciendo a un lado las nociones éticas, la teoría suena liberadora: las relaciones extramaritales son válidas, siempre y cuando se tomen las medidas necesarias para proteger a la familia nuclear. ¿Cuál es el punto débil de esta tesis? ¿Por qué, sabiendo que la sexualidad obedece, por una parte, a propagar los propios genes y, por otra, a la necesidad de un entorno seguro en el momento de la crianza, la infidelidad, incluso en parejas infértiles, sigue siendo una de las primeras causas de crímenes pasionales? Tanto la ciencia como la antropología ofrecen pocas respuestas: podemos hablar del instinto de posesión con el que nacemos, de las leyes de parentesco o de la manipulación religiosa pero, en el fondo, las tesis sólo descubren nuevas incógnitas.
Será posible que la respuesta esté en las leyendas, en esas historias que se van formando con el transcurso del tiempo y nos permiten acercarnos a las emociones que no cambian, por más que el mundo se transforme? Quizá para entender la complejidad de las relaciones sexuales entre los seres humanos sea necesario retroceder a la época donde las explicaciones mágicas eran válidas. Puede ser que entonces descubramos que la culpable de que el sexo siga causando las mismas pasiones que hace siglos es la imaginación, la loca de la casa que nos impide conformarnos con la posesión de otro cuerpo y nos lleva a querer poseer también su alma, sus pensamientos, su vida misma, aunque el proceso implique enloquecer en el camino. Porque, si bien es cierto que existen relaciones sexuales intrascendentes, otras desencadenan sin previo aviso esas emociones peligrosas con las que se alimentan tantos libros y leyendas.
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